Sebastián cada noche de vuelta a casa, después del duro trabajo en el campo debía de pasar frente a las tapias del cementerio de su localidad. No era un hombre asustadizo pero le causaba cierto respeto tener que pasar ante tan tétrico lugar.
Al terminar la tarea del día decidió ir a la taberna de Foro a tomar unos chatos de vino peleón. La conversación de aquella noche de sus convecinos fue macabra y lúgubre. Aseguraban que habían visto por los alrededores del cementerio a un macho cabrío. Serafín, el sepulturero, contaba haberle visto en varias ocasiones escondido entre las tumbas. Le describía con una larga y retorcida cornamenta, con cuerpo de cabra y cara de persona. Estaba convencido de que era el mismísimo diablo, que había venido desde lo más profundo del infierno a llevase el alma de quien se atreviese a mirarle a los ojos.
Tras varios vasos y algunos pitillos de liar, Gregorio se fue a casa con la intención de cenar algo e irse a la cama a poner en reposo sus doloridos huesos para volver al duro trabajo al día siguiente.
Las piernas empezaron a temblarle en cuanto vio a lo lejos las copas de los cipreses que rodeaban el camposanto, estaba claro que la historia que habían contado en la taberna le había influido más de lo que pensaba. Aceleró el paso ante la desvencijada puerta de hierro del camposanto. Un crujido proveniente del interior le hizo detenerse en seco. Afinó el oído esperando adivinar de donde provenía el ruido, pero solo se oían chirriar las corroídas bisagras de la puerta movida por el viento. Quería salir a toda prisa de allí pero el miedo le tenía inmovilizado. Un segundo ruido hizo que el corazón le bombease tan fuerte que pareciese que se le fuese a salir del pecho. Respiró hondo aliviado al ver que detrás de la cruz de una de las tumbas aparecía una inofensiva cabra. Estaba claro que el animal se habría extraviado del rebaño y deambulaba buscando sustento, pensó llevarla a casa, matarla y así poder comer carne fresca durante un tiempo, de modo que no dudo en prenderla y con destreza colocársela sobre sus hombros agarrándola por las pezuñas.
El hombre reanudó la marcha riéndose de sí mismo por el miedo tan bobo que había pasado. La luna llena era la única luz que le permitía caminar por la estrecha y oscura vereda que le llevaba a casa. De repente, quedó paralizado al parecerle oír un susurro. Afinó el oído pero el silencio lo envolvió todo, por lo que continuó caminando más aprisa. La voz volvió a resonar, ahora más fuerte y directa. Un escalofrío de terror sacudió su cuerpo. Estaba convencido haber oído una voz profunda, ronca y áspera pero que le era imposible aceptar de donde provenía. Como a cámara lenta giró la cabeza encontrándose de frente con la cara humana del macho cabrio, que con una maléfica sonrisa le preguntó: ¿Tú tienes dientes cómo yo?