El chirrido impertinente de la alarma lo despertó. Se incorporó y sacudió la cabeza, asperjando tibios grumos de sopor, mientras echaba un vistazo a la esfera luminosa del reloj.
Inspeccionó su rostro en el espejo del cuarto de baño antes de seleccionar la navaja de los viernes. El afeitado –cuatro minutos–, precedió a la ducha. El agua hirviente enrojecía su piel, pero así debía de ser. Proyectaba con precisión el potente chorro sobre la cabeza, el torso, las extremidades, expurgando cada recoveco del cuerpo para eliminar toda mácula de impureza. La tarea se prolongó los doce minutos exactos de costumbre. El secado se desarrolló con idéntica minuciosidad.
De vuelta al dormitorio extrajo del armario ropa interior, una camisa de seda y el traje de lana negra; descubrió contrariado los desgastes en las mangas de la chaqueta y los brillos del pantalón y seleccionó otro terno gris marengo. Seis minutos más tarde, vestido y abotonado, calzó unos lustrosos zapatos ingleses.
Hacía frío en la cocina. Apuró la taza de café en dos sorbos. Sacó una botella de cristal esmerilado del aparador y bebió dos tragos largos a gollete.
Regresó al baño, se cepilló los dientes con fuerza e hizo ochenta segundos de gargarismos con el colutorio de sabor a menta.
El aire de la calle no logró disipar su turbación. Surcaba la multitud de cuerpos anónimos con pasos largos y mecánicos. A punto estuvo de ser atropellado por un autobús al cruzar un semáforo en ámbar.
El portal, uno más entre cientos. Tres timbrazos. Un joven de tez alabastrina le franqueó el paso, ceremonioso, y se apresuró a cerrar la puerta tras ellos. Atravesaron un pasillo enlosado hasta alcanzar la sacristía.
El aire rancio de la pequeña habitación hacía que la camisa se le pegase al cuerpo; notaba manar el sudor y sintió náuseas, deseos de volver a la ducha. El acólito lo ayudó a colocarse la casulla púrpura bordada con símbolos dorados. Durante la operación formuló al sirviente un par de secas reconvenciones que este aceptó con la cabeza baja. Cuando el joven se retiró, abrió un cajón y acarició con mano experta el familiar objeto sagrado.
Atravesó la puerta que conducía al presbiterio. Los fieles, levantándose al unísono con ruido de sillas removidas, comenzaron a entonar un salmo monocorde que reverberaba en las paredes de la bóveda. Sobre el altar, el paño opalino modelaba las delicadas formas femeninas. Colocó la mano izquierda sobre la superficie plana correspondiente al vientre y elevó la derecha con la que aferraba el estilete de plata. Oraciones terribles horadaron el aire. Gotas saladas y calientes irritaban sus ojos. Ahora.
El brazo, inmóvil, se resistía a obedecer.
Un susurro sereno se deslizó por debajo del lienzo aún impoluto: «No llores, papá».
Ahora.