Me mira como si estuviera loco. Me acerco y le revuelvo el cabello en un gesto absurdamente cariñoso. Me siento cercano a él, después de tantos años. Pero él se asusta: se escurren sonidos agudos tras la cinta de embalar que sella sus labios. Su mujer duerme narcotizada en el sofá. Se levantará horas después con la cabeza brumosa y sensación de haber vuelto tras un viaje lejano. Y así será, en cierta manera. Él se da cuenta de que la estoy mirando y sus ojos se llenan de terror. Le tranquilizo: él está sentenciado, pero por ella no tiene que preocuparse. Ella saldría de ese cuarto y viviría muchos años más. Aunque ya nunca sería como antes: la caricia del sol jamás volvería a ser tan cálida, y los colores en primavera parecerían sucios, como si se contemplaran tras un cristal de ceniza.
Se acentúan los murmullos. Parece que tiene algo que decirme. Le hago jurar que no chillará y le retiro la cinta. Un torrente de súplicas se precipita por su boca. Me ofrece dinero y me siento invadido por una profunda tristeza. ¿De verdad no sabes quién soy? Me acerco y nuestras miradas se encuentran durante un largo rato. Entonces, me reconoce. Se acuerda del niño introvertido al que encerraron en un armario en las aulas de ese invierno lejano de tiza y colonia infantil. ¿Llegasteis a saber qué sucedió con ese chaval? Algunos decían que se había pasado la noche entera allí dentro y que la profesora de la mañana lo había encontrado inconsciente, con los ojos desorbitados y una brecha en la cabeza. Que, presa de un ataque de histeria, había querido tirar la puerta abajo a cabezazos. Y tenían razón, así es como conocí al niño indefenso que fui: aterrorizado, enloquecido en la oscuridad. Y es que la penumbra es como un veneno que se mete en el cuerpo y te convierte en un ser extraño. A mí me convirtió en lo que soy ahora: en esta persona que te ha seguido, te ha investigado y que está a punto de matarte.
Se acentúan las súplicas. Que había cambiado. Que él también había sufrido. Que había pasado mucho tiempo. Y de pronto siento que, a lo mejor, puedo perdonarle. Que todos nos equivocamos y nos hacemos daño. Él nota que me ablando y sigue por ese camino: que le deje vivir, que su esposa necesita un padre para el hijo que espera. Le miro en silencio por unos segundos. Y entonces pienso en mi infancia y la oscuridad lo invade todo. Recuerdo las collejas, las piedras, los escupitajos. Y siento que es cruel traer niños a este mundo en que las noches son tan frías. Cambio de planes: los tres se vienen conmigo. Se escucha un disparo y un grito feroz rompe en la noche. Disparo de nuevo y la muerte trae el silencio. Un último disparo con la pistola vuelta hacia mi frente. Y la vida se pierde en la penumbra.