Me atrapó en el ascensor. Dudé durante un segundo y ese fue mi fallo, el segundo de más que tardé en pulsar el botón del octavo piso.
Llevaba persiguiéndome desde que salí de trabajar. En realidad, aunque eso ya no lo sabré nunca, llevaba siguiéndome desde hacía meses, desde noviembre y ya estábamos en febrero, y el invierno es largo en esta ciudad y las calles anochecen pronto en esta época y la gente se retira temprano porque aquí se madruga como en un país del norte.
Aquella noche me entretuve en la oficina con unos albaranes que no encontraban su apunte en el libro de entradas y él debió de impacientarse, me lo imagino en su esquina, con el cuello del abrigo subido, con la mirada inquieta mirando hacia el portal de donde sabía que salía siempre a las ocho y media.
Seguro que suspiró o sonrió, o hasta tuvo cierto cosquilleo de alegría en el estómago cuando me vio aparecer, como si yo fuese su novia y él simplemente viniese a buscar a su chica a la salida del trabajo, quizás es lo que había imaginado durante esos ocho meses en los que me vigilaba, me seguía, pisaba las baldosas que yo acababa de pisar y rozaba las esquinas que yo había rozado antes.
Ya no me esperará más, ya me alcanzó, pensó que nunca lo haría y no lo hubiera hecho si yo no hubiera echado a correr, si no me hubiera asustado porque aquella calle estaba más oscura y más sola que nunca, y sus pisadas sonaban más huecas y su respiración era más agitada.
Apenas alcanzó a sujetar la puerta del portal que yo hubiera podido cerrar si no hubiera corrido. Apenas pudo ver cómo entraba en el ascensor, que por suerte estaba esperándome en el bajo, y pulsaba el botón del octavo después de una duda que duró un segundo que ya es eterno.
Y dudé porque yo no vivía en el octavo, ni siquiera en ese portal de esa calle elegante. Porque noche tras noche yo entraba en aquella casa para que él me viera y después esperaba, agazapada y con la luz apagada, a que se fuera y, tras unos minutos eternos, me iba, muy despacio, arrastrando los pies, a coger el autobús que me llevaba a mi verdadera casa.
Por eso me atrapó en medio del aquel descansillo desconocido, sin poder abrir ninguna puerta ni llamar a ningún vecino. Por eso, cuando él llegó, jadeante y con la mirada perdida, se quedó mudo y extrañado y solo supo terminar con todo aquello de la única forma que un admirador intuye que tiene que acabar.