Tiemblo cuando veo parpadear esos leds rojos. Y cuando noto la mirada inescrutable de Mario fija en mí. Una parte de mí piensa que empiezo a deslizarme por la pendiente de la locura. La otra sólo tiembla.
Al principio no advertí nada raro. Ella se limitaba a ejecutar sus programas y regresar a su base para recargarse. Me acostumbré enseguida a su ir y venir constante por la casa, al ronroneo de sus aspas, a sus pitidos esporádicos de androide de Star Wars.
Me sorprendió la inteligencia con que eludía los obstáculos, la habilidad que usaba para sortearme cuando me plantaba burlón en su camino sólo para obligarla a revolverse furiosa. Y a Mario le encantó. Si la veía pasar por el pasillo gorjeaba feliz, olvidaba los juguetes y se lanzaba gateando a toda velocidad tras ella.
Con los días parecía aprender más sobre la casa, sobre nosotros. Empecé a advertir que observaba todo atentamente. Desde el sofá la veía vigilante desde la puerta del salón, inmóvil pero con los leds parpadeando a ritmo pausado. Cuando notaba mi atención se ponía en marcha y desaparecía con un susurro hacia el fondo del pasillo. Me fue invadiendo una incómoda sensación de intrusismo, absurda, pero que no podía quitarme de la cabeza.
Luego empezaron los ruidos en la noche. El trajín de las ruedas por el pasillo y esos pitidos ya familiares. Un modo nocturno de ahorro, pensé. El ruido no parecía desvelar a Mario, así que no me pareció motivo para saltar de la cama ni la primera vez, ni la segunda.
Una noche me levanté para ir al baño. Un sonido extraño llamó mi atención. Me asomé a la puerta de la otra habitación, débilmente iluminado por la lamparita infantil. Mario estaba sentado, con las piernecitas asomando entre los barrotes de la cuna. Y frente al niño, ella se movía suavemente en un baile hipnótico, los dos leds rojos parpadeando al ritmo de unos pitidos apagados, casi dulces.
Desde las sombras, medio dormido aún, asistí atónito y en silencio a ese diálogo imposible. Los pequeños bips del robot alternando con los balbuceos incomprensibles de mi hijo en una conversación inquietante. Mi presencia pasó inadvertida para ambos hasta que se me escapó un carraspeo. Ella se detuvo y se apagó, el niño me miró y se escondió bajo el edredón. No supe decir nada.
Mario no ha recobrado la mirada inocente y risueña de antes. Ni siquiera llora últimamente. Y ella deambula por la casa ignorándome, aunque a veces se pare ante mí desafiante.
No sé que es lo que ha entrado en mi casa, aunque sí sepa bajo qué forma lo ha hecho. Y estoy asustado. Esta noche soy incapaz de cerrar los ojos, algo me dice que no lo haga. Estoy seguro de que ellos dos traman algo, conspiran contra mí al acecho de las sombras.
Ya están hablando de nuevo. Puedo escucharlos cuchicheando. Intercambiando secretos. Tramando a mis espaldas.
Y tiemblo, al quitar el seguro de la pistola.