Estos viejos ojos son los que presenciaron el horror que trataré de describirles, ahora que el paso del tiempo y la cercanía de mi propio fin me han reconciliado con estos recuerdos, que les narraré lo mejor que me sea posible.
Me crié en un pequeño pueblo de Aragón con mis padres, mis hermanas y mi abuela, que sufría de una fuerte demencia. Rara vez formulaba una frase coherente, y cuando lo hacía, sus palabras siempre resultaban tan extrañas como inquietantes. “Te engulle entero.” “Al alba se les oye.” Ojalá le hubiera escuchado.
Era junio y yo contaba doce años. Todos los muchachos rondaban mi edad, excepto uno: Ramiro.
Ramiro tenía nueve años, y admiraba profundamente a mi primo Cristóbal, el mayor de la pandilla.
Al fin llegó la esperada noche de San Juan, y todos nos reunimos en el antiguo torreón para contar historias de fantasmas. Los niños habían llevado fruta y dulces para amenizar la velada. Nos sentamos en el centro de la estancia y encendimos un pequeño fuego. Recuerdo que el techo se había derrumbado años atrás. Tan sólo los muros que lo rodeaban quedaban en pie, y podíamos contemplar el cielo estrellado sobre nosotros.
La noche tocaba a su fin cuando sucedió. Cristóbal arrojó un hueso de melocotón a su espalda y éste chocó con algo.
Sobresaltado, fue a comprobar qué había detenido el proyectil. Tras unos instantes, exclamó: “¡Aquí hay una escalera!"
Aquello era imposible. El torreón había tenido escaleras pegadas al interior de sus muros, pero se habían desprendido hacía décadas. Esta escalera se erigía recta a escasos metros de la pared. Todos los chicos huyeron asustados, dejándonos a Cristobal, Ramiro y a mi a solas con la escalinata.
Cristóbal sentenció: “Tengo que ver qué hay ahí arriba”, y echó a recorrer sus polvorientos peldaños sin mirar atrás. Ramiro le gritó: “¡Espérame Cristóbal!” y le siguió. Yo me quedé abajo paralizado por el miedo, contemplando cómo ambos desaparecían en la oscuridad.
Algo después, unos pasos me sacaron de mi trance. Era Cristóbal, que bajaba las escaleras tan blanco como la nieve, dejando atrás a Ramiro que le suplicaba que le esperara.
Cuando Cristobal pisó el suelo del torreón, los primeros rayos de sol se colaron por las grietas de los muros, y la escalera se desvaneció ante nuestros ojos. No había ni rastro de ella ni de Ramiro. El rostro de mi primo se desfiguró por la culpa. Quise consolarle, pero antes de que pudiera articular palabra alguna, un grito inundó el torreón. Era la voz de Ramiro, que aullaba: “¡¡¡ESPÉRAME CRISTÓBAL!!!”.
Cristóbal perdió el habla aquel día, y yo viví el resto de mis días cargando la cruz de la cobardía que me impidió acompañarles aquella noche. Cobardía que, con toda seguridad, me salvó de correr la misma suerte que Ramiro, cuya desesperada voz seguí escuchando en todos los amaneceres de mi vida, y que sigue llamando a Cristóbal desde el viejo torreón cuando los primeros rayos de sol despuntan en el horizonte.