Era otra noche con un cielo cargado de nubes. Daiana cenaba con su marido en la cocina, iluminada por ese velador que había dejado en el centro de la mesa. Le gustaba cenar así, casi en penumbras, un poco por comodidad y otro tanto porque alteraba menos a su hija. Ella fue la primera en percibir su llegada. Escuchó sus pasos crujiendo en el parqué del comedor, sus pies desnudos y esas uñas como garras arañando el piso. Luego creyó oírla subir en cuatro patas hacia su habitación, como lo hacía de costumbre. Seguramente, había llegado mojada y había dejado unos lamparones de barro y de otra sustancia nauseabunda en la escalera.
Daiana sintió ese dolor en el pecho que la asaltaba cada vez que su niña regresaba a su casa. No quiso pensar dónde pudo haber estado, qué obras en construcción o qué edificios abandonados estuvo asechando durante el día. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sus manos temblaron angustiadas, no pudo seguir comiendo.
Alfredo ya no tenía fuerzas para contener a su mujer, tampoco le quedaban palabras de consuelo. Estaba impávido, abatido, entregado. Miró hacia el jardín; el árbol marchito, las macetas con sus tristes brotes secos, el césped que no cortaba. Recordó cuando aún podía pasar una tarde con su hija entre las flores, cuando ella no mordía ni a él se le había cruzado por la mente esa idea atroz de ponerle un bozal. Pero eso era el pasado, ya no podía estar un rato tranquilo junto a su hija ni salir de su casa ni visitar a un pariente. Eran esclavos. ¿Quién podría cuidarla? ¿Quién podría aguantar las penurias que le causaba? No, solo un padre era capaz de resistir. Un padre debía hacer lo que un padre estaba hecho para hacer. Ellos no la desearon así, sin embargo así vino al mundo, debían resistir.
Pero Daiana la escuchaba más inquieta que de costumbre; escuchaba que escarbaba, que roía un hueso y luego la presintió olfateándolos en el aire. Le preguntó a su marido: “¿Le dejaste algo para que comiera?” Afuera comenzó a llover y un relámpago alumbró la cocina por un breve momento, iluminó sus rostros agobiados. Su marido negó con la cabeza. Ella le volvió a insistir: “¿Por qué no le trajiste a alguien para que se alimentara?” Alfredo le respondió sin levantar la vista: “No puedo más, no puedo seguir haciéndolo”
Ya no tenía sentido discutir. Escucharon a su hija lanzar un alarido desesperado que les heló la sangre. “Quizás se conforme con solo uno de nosotros”. Daiana no lo dudó, se paró y corrió hasta esa parte de la casa a donde su hija iba para alimentarse de sus presas. Alfredo la miró con los ojos llenos de lágrimas, pero no se movió de su asiento. Esperó que su hija bajara de su habitación y empezara a comer.