Con seis años, el hijo de Emma me odia. Lo sé porque yo lo odio a él. Quisiera no odiarlo, pero no puedo. Grita, me dice que jamás voy a ser su padre, me tira cosas, me dice gordo, me dice pelado. Se esfuerza en quitarme horas de paz con su madre. Ya sé que es rídiculo. Soy un adulto y los adultos no deberían odiar a los niños. De hecho, no tendría que haberlo empujado por la escalera. Ahora, con la pierna rota, es más odioso todavía. Le di ventaja. Tonto de mí.
Emma hace lo que puede por repartirse. Ahora el mocoso cuenta con la ventaja de la silla de ruedas. “Agua, mami” pide. “Quiero salir al patio, mami”, “Quiero estar solo con vos, mami”. Y mami va con el vaso y mami lo lleva al patio y mami me pide que me vaya.
Pero yo no me quedo con los brazos cruzados. Le digo al oído que nadie lo quiere, que Papá Noel no existe, que su papá se suicidó porque le daba asco su hijo, que mientras duerma le voy a aplastar la almohada contra la cara. Se asusta el imbécil y llora. Me da mucha alegría verlo llorar. “Mami, Enrique es malo” le dice y Emma me reprocha esa competencia por su afecto con palabras que me enojan aún más. A la noche, en el sexo, la obligo a que repita si soy malo. En cada embestida, le pido que lo diga. Y ella dice que no, que soy bueno, que soy el mejor, que nadie es como yo. Así, hasta que el monstruo grita. “Agua, mami” y ella corre y le lleva el vaso con el Ratón Mickey y le dice que es la última vez y que por su culpa se le va a arruinar la relación y que se van a quedar solos otra vez. Solo así la bestia se calla y le pide perdón y por un día entero hay algo parecido a una tregua. Solo por un día.
Me da mucha tristeza Emma. Sufre. Quiere que yo esté contento, quiere que su hijo entienda el daño que provoca, quiere estar con ambos.
Alguien tenía que dar el paso inicial para terminar con esta guerra. Entendí que era mi responsabilidad. Por eso, esa noche, cuando el “Agua, mami” rasguñó cada pared de la casa, fui yo quién entró a su habitación. Le puse el vaso con agua en la mesa de luz (le puse hielo así estaba más fresquita) y la cabeza de su madre sobre el pecho agitado.
Los ojos me los quedé yo. Me encantaban.
Y Emma siempre quiso repartirse de la mejor manera posible.