Por más que el niño, muerto de miedo, había ido preguntando a todos los miembros de su familia sobre la historia de la mariposa negra, no conseguía sacarle a nadie ninguna explicación satisfactoria. Fue el guarda de la hacienda quien le metió el miedo en el cuerpo. Debido a que en los últimos años había habido problemas para abastecer de agua la plantación, tuvieron que perforar, no demasiado lejos de la vivienda principal, un profundo pozo. El caso es que, para evitar que el pequeño se acercara a ese nuevo peligro, aquel hombre le había dicho que, en el fondo del agujero, habitaba la tan temida mariposa de los muertos. Para aumentar aún más el temor del niño, le contó una ancestral historia que circulaba por la región. Las gentes decían que cuando alguien veía la mariposa de los muertos, en un corto periodo de tiempo alguien de su familia moriría. Por ese motivo no debía mirar por el brocal del pozo pues, de forma inevitable, contemplaría a ese bicho infernal alado —casi tan grande como un murciélago— y, después, alguien muy querido fallecería irremediablemente.
Poco a poco, en el interior del niño, se fue forjando una especie de obsesión por aquel monstruo diabólico y, no solo no se aproximaba al pozo por temor a que, de repente, viera salir al animal de su húmedo escondrijo, sino que incluso dejó de jugar por el exterior de la casa. No cabe decir el estupor que sintió la criatura cuando, un atardecer de verano, justo al abrir la ventana para que entrara un poco de fresco, irrumpió revoloteando una grotesca mariposa, negra como la pez, que voló durante unos segundos por aquel cuarto. Después, salió por la venta mientras el niño permanecía petrificado y pálido. El grito que no dio por puro pánico se quedó atrapado dentro de él. No dijo nada a nadie.
Pocos días después, pidió a su padre que invitase al menor de sus primos a pasar con ellos una tarde. —Padre, dígale al tío que traiga a José; hace mucho que no nos vemos y lo echo de menos—.
Al día siguiente, los dos primos pasaron la tarde jugando por la finca y, de forma premeditada, el aterrado niño invitó a su primo a asomarse por el brocal del pozo para, según él, descubrir un tesoro. El pequeño, ajeno a lo que estaba a punto de suceder, necesitó colaboración para poder poner su barriguita sobre el borde. Sin embargo, la ayuda llevó más impulso del debido y después de un grito, un golpe y unos minutos de ecos siniestros, todo quedó en silencio. —Ya tienes a uno de los míos; no toques a los demás—.
Después, entró en la casa. Se sentó al lado de su madre mientras miraba a su hermana pequeña jugando con una muñeca. «Os he salvado la vida»— pensó.
—¿Dónde está José? —requirió la mujer.
—Estábamos jugando al escondite y no lo he encontrado; cuando se aburra volverá.