Es un tigre, y la selva le pertenece.
Mientras avanza en silencio huele su aroma lujurioso, levemente corrupto; intenta separar ese aroma de vegetación que se pudre bajo sus patas del de una posible presa.
Con el vientre pegado al piso abandona las sombras de los árboles; se desliza hacia el río rodeado de cañaverales donde, a esa hora, abrevan sus potenciales víctimas.
Allí su cuerpo se hace invisible y nadie percibe la mirada hambrienta que, entre las cañas, anhela su momento.
Mientras aguarda, hay un hombre que sabe que está soñando.
Sueña ser un tigre agazapado entre las cañas que, con sus claroscuros, disimulan su cuerpo feroz.
Y admira los puñales de esas garras, la belleza impiadosa de la fiera en que se ha convertido gracias al sueño.
Bajo un sol que vuelve líquido el paisaje olvida su gris existencia de hombre, se deja ganar por el hambre de la bestia, se hace completamente tigre.
Un olor particular, traído por el viento cálido, lo fuerza a desplazarse sin ruido alguno, buscando su origen.
Siente como su cola se estremece con excitada impaciencia.
Unas mujeres juegan, ignorantes del peligro.
Tienen el cabello mojado, su piel morena brilla con diminutas estrellas de agua, ríen.
La fiera pega otra vez el vientre al piso, tensa los músculos, se prepara...
Ataca.
Dos mujeres aben las bocas en mudo alarido y corren, desesperadas, alejándose. La tercera, de espaldas, no lo ha visto aún.
Cuando se da vuelta, el horror le dilata las pupilas, grita…
Pero el tigre ya está sobre ella.
El hombre alcanza a reconocerla en el momento justo en que sus colmillos de tigre se hunden en el cuello tibio.
Los ojos de la mujer se petrifican en un espanto oscuro y la cabeza se le dobla con un movimiento de gacela vencida.
El tigre la despedaza con la urgencia del instinto.
Espantado por su pesadilla, el hombre despierta.
Tiene gusto a sangre en la boca.
Enciende el velador.
Y bajo su luz tenue ve las manchas floreciendo sobre las sábanas como orquídeas malignas.
Gira hacia el cuerpo dormido de su mujer.
Y en sus ojos, presos para siempre del espanto final se ve, de nuevo, tigre.