Del cielo hostil adiviné fuertes lluvias y de los rostros pálidos y enajenados de los pasajeros, cansancio y destierro. Los grandes ventanales del aeropuerto de Madrid me devolvían una figura desgarbada y cancina. Acaricié el crucifijo de sílex encontrado entre unos pastizales cercanos a la iglesia de San Miguel Arcángel de Cunchillos y me tranquilicé. Sigo deseando saber a quién perteneció dicho collar antes de caer en mis manos.
---Excuse me, sweety, how could I get to gate number five? ---Una mujer rolliza y ridículamente vestida me habló y esperó mi respuesta. Me mantuve en silencio hasta que se marchó. No deseaba hablar, pretendía mantenerme alejada de todos y cada uno de los individuos del lugar. Un maremágnum de entes vacíos y perecederos. Me odié al saberme uno de ellos.
Dos pequeñas que no superaban los siete años corrían y gritaban, sus voces agu-das torturaron mi dolorida cabeza. Creo que nunca aborrecí tanto el francés como en ese momento. ¿Gustave Flaubert había usado los mismos signos que esas niñas? Increíble.
Sonaban muchas voces y se entremezclaban muchos idiomas. Algunos ni siquiera los reconocía. Luego de las corridas, las sirenas, la atropellada general y las decenas de muertos y heridos trasladados en camillas, las autoridades descubrieron que el atentado había sido perpetrado por un grupo subversivo radical que perseguía la anarquía europea.
Me senté en el piso, con la espalda apoyada en una gruesa columna. Mi mirada perdida en la lejanía, sin enfocar persona u objeto alguno. Me desvanecí…
No sé cuánto tiempo pasó, ni idea, pero ya había oscurecido cuando el alboroto me despertó. Un policía exigía que se le mostrase pasaporte y pasaje. Todo el mundo a mi alrededor cumplió con lo exigido. A mí me ignoró. Se marchó sin ninguna explica-ción. Llevé mi mano al Cristo de Cunchillos y, válgame Dios, no estaba colgando de mi cuello. Busque a mi alrededor. Nada. ¿Me lo habían robado mientras dormía? Maldita suerte la mía.
Una nueva explosión, esta vez más fuerte que su predecesora, sacudió el lugar. El área de desastre no estaba muy lejos de mí. Nuevas corridas, avalancha de gentes, gritos frenéticos, llantos enloquecidos… La escena se repetía pero magnificada.
Las camillas con las victimas comenzaron a desfilar nuevamente. No podía dejar de mirar los cuerpos desgarrados y sangrantes. Creo que vi siete u ocho hasta el que me dejó helada: una joven con la ropa hecha girones y las piernas amputadas llevaba mi collar en su cuello. Me acerqué para observarla mejor. Válgame Dios, esa joven era yo.