En verano, se subía a los árboles en busca de nidos y pollos de pájaros.
Quería ser ornitólogo ( gilipolleces de esas de los docus de la 2 ).
Una vez robo dos pollos de cuervo.
Eras feos de cojones, pero el nene los adoraba. Se adoraban los tres y crecían en paralelo: los pájaros y el humano.
Uno de los cuervos se murió entrando ya en su segundo otoño de vida. El adolescente lo tiro al cubo de la basura. No hubo entierro, ni oraciones. Santas pascuas.
Que hijoputa, ya le vale, pensó el otro cuervo.
El niño jugaba al fútbol con los chavales de la urbanización o montaba en bici o disparaba con una escopeta de perdigones a latas de Coca Cola que colocaba antes sobre una piedra y el cuervo, siempre, volaba sobre el o se le posaba en el hombro derecho.
Aquel verano, el futuro ornitólogo se subió a una enredadera que trepaba por un muro en busca de pollos de Petirrojo.
El nido estaba alto, bien arriba, muy oculto.
El cuervo, mientras, volaba muy tranquilo. Vigilante.
Desde una altura considerable el cuervo cambió el rumbo de su vuelo y se lanzó contra el chaval. Le arrancó el ojo izquierdo. El nene perdió el equilibrio y se reventó el cráneo contra una piedra que había abajo, junto al muro, a cinco o seis metros, más o menos.
Murió al instante y se convirtió en comida para las hormigas.
Adiós, dijo el cuervo, como en el cuento de Italo Calvino .
Y se piró volando: parecía una nave de Star Wars, el cabrón.