“¿Y tus padres no te han echado la bronca?” En el parque, Paula y Merry mostraban sus tatuajes gemelos a sus amigas, orgullosas de su hazaña a los 15 años. No se trataba de un simple gesto para consolidar su fama de chicas malas en el instituto. Era el golpe en la mesa de dos mujeres que no se dejaban pisotear. Paula, gracias a su amiga, se había librado del yugo de Alberto, tan guapo como posesivo y celoso. Un conato de maltratador que la había hecho mucho daño. La frase “Sólo soy mía”, escrita en una bonita tipografía como de programa de un espectáculo de ballet, les recordaría a las dos que nunca serán propiedad de ningún hombre.
Paula había perdido un pendiente, regalo de su madre, en el antro inmundo donde el tipo de los ojos negros las había inoculado la tinta a dos adolescentes borrachas sin verificar su edad. Le había parecido que ese cerdo se relamía al acabar el trabajo. Tenía unas uñas negras y ligeramente puntiagudas. Volvió al sitio al día siguiente, el local estaba cerrado y con aspecto de llevar décadas sin actividad, cubierto de carteles de conciertos que no recordaba haber visto la noche anterior.
Merry se sintió mal los días siguientes. Su energía desbordante se había esfumado. No dormía nada a pesar de ello. ¿Quizá el tatuaje se había infectado por falta de asepsia en las agujas? Paula, sin llegar a ese extremo, se sentía rara. Vio una embarazada por el barrio y deseó inconscientemente la muerte de su bebé. Un día soñó que un mendigo le tendía una mano completamente quemada y purulenta pidiendo limosna y al levantar la mirada el sintecho tenía el rostro del maldito tatuador.
Una semana después, por la mañana, las dos chicas callaban en el anden del metro camino del instituto. Paula levantó el brazo y agarró por el hombro a su amiga. La llevó hacía ella para abrazarla. Sus brazos se movían de manera inconsciente, como una marioneta. Merry le devolvió el gesto y quedaron atadas como dos amantes. Pegadas literalmente. Miró el brazo de su amiga que enroscaba su cuello. Como si unos diminutos insectos intentaran traspasar su piel hacia afuera, se percibían leves movimientos al final de la palabra “soy” y la palabra “mía” del tatuaje. Brotaron de allí minúsculas gotas de sangre, dibujando un símbolo o una letra. Merry y Paula empezaron a girar sobre sí mismas y en círculos como si bailaran un vals, se chocaban con algunas personas. Su velocidad iba en aumento. Ellas intentaban separarse, pero sus extremidades no cedían. Los giros se volvieron más frenéticos. ¿Qué hacéis?, ¿estáis tontas?, decían los otros pasajeros. Cada vuelta las acercaba a la vía. Paula, con esfuerzo centró la vista en el tatuaje. Los hilillos de sangre habían completado la frase: “Soys mías”. Un último giro, el estruendoso silbato, la cara del joven conductor del metro tapándose la cara con los antebrazos. La oscuridad, el silencio… Una voz. “Ya estáis aquí”.