—Qué gusto venir al cine los lunes y que la sala esté vacía, hijo.
Mi madre había cumplido noventa años y no abandonaba la tradición de ver una película semanalmente. Para ella envejecer no era renunciar a las cosas que amaba. Me necesitaba porque estaba en silla de ruedas, pero hasta hacía un par de años iba sola.
—Revisa esa rueda, que me pone enferma cómo chirría —tampoco abandonaba su manía de dar órdenes, como prohibirme comer palomitas porque la desconcentraba.
Una hora después de empezar la película, una francesa bastante aburrida, le susurré que iba al baño; me hizo un gesto con la mano sin apartar la vista de la pantalla. Por el pasillo miré el teléfono, tenía una llamada perdida de mi jefe, se la devolví y en menos de dos minutos regresé.
Mi madre no estaba en la sala.
Salí creyendo haberme equivocado. Era la cinco, la de la película francesa. Me acerqué al baño de señoras por si hubiera hecho lo mismo, pero me extrañaba: no podría haber salido sola. La incertidumbre me quemaba el estómago.
Llamé a la encargada, Carla, y me aseguró que no se había movido de la entrada. Revisamos todas las salas, no estaba. Salí por la puerta de emergencia, ni rastro en el parking.
Avisamos a la policía, le expliqué mis movimientos y revisaron las cámaras del centro comercial. Ni rastro de mi madre. Cómo declarar que en ciento veinte segundos la había perdido. Conté al subinspector cinco veces el mismo relato, sin variaciones, y hasta pensé que estaba loco y que había ido solo, pero ahí estaba Carla para certificar lo evidente.
Me mandaron a casa.
Entré en el portal. Vivía en la cuarta planta. El buzón rebosaba de folletos publicitarios. Al abrirlo escuché nítidamente un sonido procedente de los pisos superiores, rápidamente lo identifiqué: la rueda de la silla de mi madre. ¡Estaba allí! Subí las escaleras de dos en dos, quería darle un abrazo y que me contara qué había sucedido.
Alcancé mi puerta, estaba cerrada. La silla descansaba en la entrada, sin mi madre. Mi respiración acelerada rompía el silencio del vecindario. Aparté la silla y entré a oscuras gritando su nombre.
La encontré tumbada en su cama, sobre la colcha, con las manos cruzadas en el vientre. La toqué, estaba fría. Sus ojos extremadamente abiertos aún delataban el miedo. Pronuncié su nombre, pero sabía que ya no me respondería nunca más.
La luz se apagó y un aire helado y putrefacto inundó el dormitorio. Un susurro amenazante y cercano pronunció mi nombre: Matías, y en ese momento supe que debía correr. Alcancé la entrada y no miré atrás, pero estoy convencido de que algo me observaba desde el fondo del pasillo y me empujaba con violencia a huir de mi hogar.
La investigación sentenció que mi madre murió por una parada cardíaca, pero sé que no fue así, y ni siquiera soy capaz de explicarles qué pasó aquella terrible noche de finales de noviembre.