Hacía más de una hora que habíamos vuelto de cenar del restaurante, sin embargo, era incapaz de quitarme las palabras de Cristina de la cabeza.
Atormentada por los remordimientos, cerré los ojos y traté de serenarme.
Era un hecho que no podía negar mi culpa. A fin de cuentas, si su secreto había salido a la luz era porque yo había roto mi promesa. No obstante, no podía hacerme la única responsable de lo ocurrido. No fue idea mía seguirla hasta el piso donde se veía a escondidas con su novia y mucho menos hacerles fotos para publicarlas.
Cansada del constante zumbido del teléfono, lo apagué e intenté de dormir un poco.
Unas horas más tarde, un escalofriante sonido me despertó. Todavía medio dormida, traté de enderezarme para descubrir su procedencia.
—No te molestes, querida… —me susurró al oído una voz.
Aterrorizada, abrí por completo los ojos y me encontré de bruces con el rostro de una joven. Tenía el cabello largo y oscuro y los ojos de un aterciopelado color marfil. Sin embargo, nada de aquello me importó. Ni si quiera el hecho de que estuviera sentada sobre mis caderas, sonriéndose maliciosamente mientras se relamía la comisura de los labios. Al ver las afiladas patas de araña de metal que emergían de su espalda, con la punta en forma de agujas, se me heló la sangre.
—Romper una promesa está muy feo, Sandra…
Sin tan siquiera darme tiempo a chillar, la siniestra joven me tomó por el cuello y comenzó a besarme como si aquel fuera su último acto en la tierra. Angustiada, intenté de zafarme, pero antes de que pudiera hacer nada, me hizo tragar algo. Entonces, desperté sobre mi cama.
Empapada en sudor, me levanté y fui al baño corriendo. Aunque todo parecía ser una pesadilla fruto de mi mala conciencia, las náuseas eran de verdad.
Tratando de recobrar el aliento, me incliné sobre el lavabo. Sin embargo, para cuando mi enmarañada cabellera dio contra el mármol, la inquietante sensación ya se había desvanecido. Todavía temblando, me reincorporé.
—Tranquilízate, solo ha sido una pesadilla…
Igual de rápido que había sido presa del pánico, empecé a sonreír como una idiota. Desgraciadamente, mi alivió fue abruptamente eclipsado por una terrible punzada en el estómago. Dolorida, descubrí mi abdomen y vi que tres arañas de metal habían emergido de mi ombligo y estaban cosiéndome en la piel “Jamás volveré a romper una promesa”.
Sobrecogida, traté de gritar. No obstante, antes de que de mi garganta pudiera emerger algún sonido, la joven apareció a mi espalda y me cerró la mandíbula con brusquedad.
—Veo que aún no has aprendido a estar calladita, Sandra… —indicó lamiéndome el cuello sin quitarme sus aviesos ojos de encima—. Tranquila, yo te enseñaré…
Y sin mediar una palabra más, deslizó una de sus patas alrededor de mi rostro y la acercó a mi boca. Entonces, se arrancó un cabello y usándolo como hilo, sujetó con fuerza mi mentón y comenzó a coserme los labios…