Era una de esas tardes de enero en las que se asemejan el cielo encapotado de la superficie y el túnel del metro. Se expandía el tufillo gris del desánimo que nos embarga después de las fiestas. El vagón estaba repleto y yo iba parado, me encontraba un poco inquieto pues esta vez no le podía fallar. Ni a ella ni a su madre. Apreté el paquete debajo del brazo para asegurarme de que ahora todo saldría bien.
–No vayas a olvidar mi regalo –me había recordado mi hija.
Cambié de postura tratando de proteger el paquete de los inevitables tropiezos de la gente. De repente, sentí algo caliente en las costillas, mi mirada descendió buscando explicaciones pues, siempre me preocupaban los asaltos o agresiones. La vi sentada; primero creí que me miraba a mí con esos ojos que ardían de tan helados, pero no, observaba a otro objetivo aun a través de mi cuerpo. Voltee. Ella parecía pescar con el anzuelo de sus retinas a un joven apuesto, moreno, que leía despreocupadamente al lado de la ventana. Era una mujer atractiva, más por su porte que por su físico. Llevaba puesto un vestido azul. Está teñida de rubia, pensé. Se parecía a mi mujer… porque siempre sería mi mujer, hasta que la muerte nos separe. Sentí un dolor en el pecho que no supe si era un codazo o un latigazo de celos. Di un paso al lado como evitando interferir en dicha mirada. El joven levantó la vista para no moverla más de la mujer que lo buscaba. No hubo palabras ni gestos, solo la embriagante fusión de unos ojos oscuros con otros color pasto seco… gatunos. Amarillos, a juego con su tinte.
Salimos los tres juntos. Ella era más alta de lo que parecía y llevaba unos zapatos rojos de tacón demasiado alto. Zorra. El joven caminaba a su lado en silencio, como si esperara que ella le indicara con sus movimientos hacia dónde seguir. Al emerger a la superficie iba a buscar un taxi cuando me dobló otro retortijón de celos. Decidí seguirlos.
Cuando por fin llegué a casa, empapado, no había nadie. Me tumbé en la cama a esperar que la noche me reconfortara del desasosiego y la soledad. Titiritaba.
A la mañana siguiente, un poco entumido y todavía con la ropa húmeda, evitando un vaso de whiskey volcado sobre la alfombra, miré mi móvil con la esperanza de que mis mujercitas me hubieran dejado algún mensaje. Nada. Busqué el periódico en la puerta y resaltó uno de los titulares:
Mujer Despedazada y sin Ojos en un Motel
Había una foto sonriente de la mujer aún con vida. Pelo teñido. Ojos amarillos de reptil.
Dejé el diario al lado de un paquete que reposaba sobre la mesa. Tenía partes mojadas y la cubierta de cartón había sido arrancada. Saqué de su interior una muñeca greñuda y desmembrada. Le faltaban los ojos. Tenía el pelo rubio. Su vestido azul estaba salpicado de sangre.