Dejé de respirar. Debajo de aquel grifo helado. Desapareció el miedo a que este tipo que apenas había visto y me había golpeado escondido en el retrete abusara de mí. Sentí terror. Ese que busca auxilio pidiendo tiempo estúpidamente. El mayor pánico del que había sido consciente. Casi suplicaba el fin.
El agua había entrado en mis pulmones estúpidos que sólo se habían abierto para gritar. Llamar ahogada por una ayuda que no llegaba y que no podía oírse. Me asfixiaba. Y por más que luchaba por sacar el agua de mi cuerpo solo sentía como seguía cayendo por mi garganta y mis párpados ciegos mientras apretaban mi cabeza.
La arcada no era suficiente. Mis piernas luchaban por pegar y aflojar así el brazo que me sujetaba la cabeza en ese baño vacío. ¿Cómo nadie iba a entrar en el servicio en un restaurante como Lamucca que siempre está lleno? Pero mientras pensaba que podía obrarse el milagro sentía que el agua resbalaba más adentro de los pulmones. Ya no veía esperanza.
¿Iba a acabar así? ¿Con todos los amigos esperando arriba, con mis padres de vacaciones y lejos de allí? ¿Les avisarían esa misma noche? ¿Quién sería?
Me desmayé pensando que ya se había acabado todo. Pero el ardor que sentí en la garganta tan pronto recuperé la consciencia me golpeó el cerebro para decirme que seguía viva. Aunque no sabía dónde.
Continuaba sola en un lugar oscuro. Una ventana que sólo mostraba un cielo negro y sin luces. Quizás era un piso alto. Y algo que me sujetaba la cabeza a la almohada en la que estaba metida para inmovilizarme.
Quería hablar pero no brotaba sonido alguno. Noté pastosa y agria la garganta. Como si me hubieran hurgado en ella. Como si hubiera sangrado y tuviera herida. Y no había nadie. Aunque tampoco podía verlo. Me meé.
Por un momento pensé si esto no sería ese purgatorio extraño que me describía mi abuela de pequeña. ¿Tendría que pagar por mis faltas?¿Existía algo de lo que me habían contado? Estaba muerta. ¿Para siempre sola? Mejor no estar.
O tal vez esto era el infierno de estar alejado de Dios. No se si había estado muy cerca de él últimamente, pero lo cierto es que poco malo de verdad había en mí.
Me daban convulsiones. No podía apartar la cabeza y pensé que si vomitaba volvería a ahogarme con mi vómito. No veía nada ni a nadie. Iba a morir de nuevo. Y no podía llorar aunque lo intentaba. Otra vez no podía avisar a nadie. No podía despedirme.
Apreté la mano sobre esa tela áspera de la sábana y cerré los ojos pensando en mi madre. Sólo ella podía sacarme de esta condena. Y aunque no pudiera, hubiera dado la certeza de tener una larga vida a cambio de una despedida con ella de un sólo minuto mirándome, tocándome la mejilla. Pero el terror de verdad me golpeó tan pronto abrí los ojos.
Porque ella sí seguía muerta.