Todo indicaba que estábamos en el buen camino. El compuesto era efectivo antes, y en las dos horas posteriores a un mordisco, justo al límite en el cual las desgraciadas vícti-mas entraban en shock necrolítico ambulante. Por otro lado, los infectados tratados en laboratorio ya en su tercera evolución, y que fueron soltados a ambos lados de Río Grande, parecía que realizaban un sólido trabajo de limpieza sobre El Paso y Ciudad Juárez. Habían pasado meses desde que los helicópteros de reconocimiento sobrevolaran ese sector por última vez, y tan revelador como el propio material gráfico recogido en la frontera, fue el testimonio de uno de los pilotos: No hay palabras. Abajo es…, el maldito infierno.
El problema con los primeros tuvo relación —tras el proceso de extirpación del hipotálamo— con la ausencia de adrenocorticotropina, lo cual provocaba un colapso de comportamiento alrededor de las treinta y seis horas posteriores a la intervención. Para entonces, un carroñero del tipo I podía haber acabado con dos, tres, o hasta cuatro suje-tos zombificados antes de volverse tan idiota y peligroso como ellos. Una proporción a priori interesante, aunque no lo bastante para ser considerada eficaz sobre grandes núcleos de infestación. En dieciséis meses se capturaron y fueron sometidos a cirugía alrededor de ocho mil cadáveres ambulantes, los cuales fueron útiles para limpiar Waco y Frisco antes de que estas fuesen bombardeadas con napalm.
Los carroñeros de segunda generación (aproximadamente dos mil unidades) fue-ron esparcidos en Fort Woth, una ciudad que estuvo cercana al millón de habitantes, y que acabó convertida en un verdadero nido de muerte y terror. En solo ocho meses, los voraces tipo II se habían expandido a Dallas dejando tras de sí un desierto de huesos roídos hasta el tuétano. Era imposible recuperarlos para su reutilización y allí fueron interceptados y neutralizados a través de fumigaciones masivas con agua provista de agentes bacterianos heterótrofos.
La última variante, la tipo III, y que debería haberse convertido en el revulsivo definitivo contra la invasión llegada del sur, recibió muchos sobrenombres. Se le extirpó la glándula pineal al menos a un millar de ejemplares. Ese ejército de wildjaws fue des-ocupado en la frontera pese a la oposición del mermado gobierno mexicano. Y su avance fue imparable y devastador.
Porqué han evolucionado los proto-necrófagos, aún resulta un misterio para no-sotros, los científicos responsables de su diseño. La vacuna, resulta que no sirve contra la mordedura del nuevo tipo, el cual además de transformar a sus víctimas en algo justo como ellos, mucho más agresivo, rápido y temible, los vuelve más resistentes ante los agentes químicos utilizados hasta ahora. De modo que, ante el fracaso que ha supuesto el experimento y la creciente multiplicación de la amenaza, solo resta decir que, por desgracia, se ha empezar de nuevo. Otra vez. De cero. Y con todo absolutamente en contra mientras nos informan que la marabunta ya ruge a unos pocos cientos de millas de nuestros laboratorios.