Un atardecer plomizo se acercaron hasta mi casa unos hombres a caballo. Habían encontrado en los márgenes del río el cadáver de otro niño destripado. No, él nunca haría algo así, afirmé tajante ante la exposición de sus hechos. El Creador le ha dotado de una monstruosidad inmerecida, sí, pero su alma es compasiva, alegué, creo que deberían buscar a otro culpable, añadí. No los pude convencer de su inocencia y aunque así fuere, me aseguraron que traían una orden del juez: debían llevarse al perro, hasta que se aclarase todo. Les advertí de la dificultad de llevárselo contra su voluntad, pues aunque era de carácter noble nunca se había separado de mi lado, pero no me hicieron caso. En mi alegato diré que el animal no hizo más que defenderse, que actuó como lo haría cualquier humano acorralado.
Todo el pueblo los vio regresar. Llegaron sujetándose a duras penas sobre sus monturas, unos agarrando las bridas con la mano superviviente, otros con los dientes, por carecer ya de ellas, todos chorreando sangre, algunos caballos, sin jinete, algunos jinetes, sin caballo.
Como no supe qué resolución tomar ante estos hechos adversos, me limité a esperar el desarrollo de los acontecimientos. No tuve que aguardar mucho: por la noche una turba numerosa regresó enarbolando antorchas y agitando los rifles. No traían más orden que la de ejecutar a mi perro allí mismo. Yo, que los esperaba escondido en la maleza, los vi llegar enardecidos, ciegos de ira, iluminados de fe y tuve que resignarme a mirar cómo quemaban mi casa, gritando mi nombre, mis apellidos, mis ascendentes, conminando mi presencia, exigiéndome la entrega del asesino, so pena de declararme custodio del hijo de Satán si no lo hacía. Si hubiese abandonado mi escondite me habrían ejecutado.
Cuando se marchó la marabunta busqué a mi perro, pero no hallé más que la marca partida de sus pezuñas hendidas, dirigiéndose al bosque.
Esa noche la pasé en una especie de estado hipnagógico, atemorizado ante el regreso de aquellos malvados. Había rescatado a ese animal siendo solo un cachorro, no podía dar crédito a las habladurías demoníacas de aquella chusma ignorante. Sí, es cierto que la apariencia del can no era normal, por el contrario yo me había tenido que acostumbrar a la excesiva luz de sus ojos rojos en las noches negras y a su baba ciertamente corrosiva, tampoco encontré nunca lógica para esos números ocultos entre el pelaje corto y brillante de su cabeza desproporcionada, pero yo lo había acunado entre mis brazos en las noches de frío cuando era un cachorro y aunque no entendía el significado de sus balbuceos guturales, siempre supe que me amaba a su manera.
No, no podía verlo morir, así que decidí devolverlo al lugar donde lo encontré, por casualidad, hace tantos y tantos años: aquella gruta a mil metros bajo tierra, donde el calor era insoportable y solo se oían los aullidos del viento, queriendo.