El despertador marcó las siete de la mañana, su chillido estridente señalando el comienzo del día. Una patita somnolienta lo silenció a ciegas mientras otras cinco se revolvían entre las sábanas buscando la fuerza para levantarse. El hombre-saltamontes no tenía ganas de ir a trabajar.
Deslizando con cuidado sus garras traseras fuera del calor de la cama, probó la temperatura del suelo. "Demasiado frío", pensó, pero se puso de pie de todas formas. Tuvo que agacharse un poco para no tocar el techo con las antenas. Necesitaba mudarse urgentemente a algún lugar en el que fuese capaz de desenvolverse con comodidad, pero para eso tendría que reunir una pequeña fortuna.
El hombre-saltamontes se dirigió al cuarto de baño abriendo sus mandíbulas en un silencioso bostezo. Enceró cuidadosamente sus queridísimas alas irisadas, se aplicó unos toques de gomina en las antenas y, tarareando para sí mismo, retiró todas las pelusas y pedazos de algodón atrapados en las sierras de sus patas.
En dos zancadas, atravesó el pasillo hasta la cocina minúscula y llena de platos sin lavar. Desayunó un cuenco de briznas de hierba, un vaso de agua y, como premio por haber conseguido levantarse, un jazmín recién cortado de la maceta que crecía en su balcón. Su sabor dulce le dio escalofríos, pero se contuvo para no molestar a los vecinos. Era de muy mala educación hacer cricrí a horas intempestivas.
Mirando el reloj, estimó que ya era hora de salir. Cogió su maletín y el sombrero que se había comprado tras conseguir el nuevo trabajo. Era una prenda elegante que llevaba con orgullo, y que simbolizaba un mundo adulto y formal lleno de responsabilidades. Le había hecho dos agujeros para sacar las antenas.
Y por fin, el hombre-saltamontes estaba listo para presentarse en la oficina. Ensayó una sonrisa radiante ante el espejo. Bajó las escaleras en un par de saltos. En cuanto llegó a la calle supo que algo iba terriblemente mal.
Su querida ciudad había perdido toda la magia de alas y patas y ojos con celdas. La diversidad de tamaños y formas la habían sustituido unas criaturas más o menos marrones, blanditas y con la cabeza llena de pelos largos y alborotados. En medio de la cara tenían dos globos oculares simples, bulbosos, que parecían gotas de agua sucia enmarcadas por un vello escaso. Gritaron al verle, señalándole con unas patas que se dividían al final en cinco apéndices como una cuerda despeluchada. El hombre-saltamontes echó a correr.
Apenas un par de pasos y ya no podía moverse. Uno de aquellos escarabajos infestados de alienígenas le había atacado por la espalda cuando cruzaba la carretera. Tenía las patas rotas en ángulos imposibles, le dolía todo el cuerpo y estaba seguro de haber perdido una antena. Lo último que vio el hombre-saltamontes fue a un anciano empuñando un palo de golf para rematarlo. Le aplastó la cabeza, y siguió golpeando hasta que sus queridísimas alas irisadas quedaron reducidas a una pulpa arrugada.