Eran las nueve y el tic tac del reloj retumbaba en el pecho en un latido insólito y asfixiante. Sin levantarse de la cama se hizo un cigarro, fumó sin decoro, con la ansiedad de quien espera una respuesta desoladora. Se levantó temblando, con las ojeras de una pesadilla que hace chirriar los dientes. Se pintó los labios de rojo. No había un motivo aparente para estar triste. No había una razón real para esa debilidad física y moral. Cogió un cuchillo para untar unas tostadas que no le cogían en el estómago y se sentó a esperar el suceso. La desesperación se fue apoderando de ella, no encontraba el motivo y sintió que se ubicaba en su piel. La rascó, la rascó para sacarlo con los dientes hasta despertar el rojo intenso de su sangre, mordiendo y arrancando las tiras flácidas de su antebrazo. Sintió cómo se profundizaba y con sus dedos intentó sacarlo a tirones de los músculos de su brazo derecho, desgarró sus tendones en busca del foco que despertaba el dolor de su mente convencida de que estaba ahí y notó cómo se trasladaba al interior de su radio. Lo partió sin titubear extasiada por agarrarlo y sacarlo de su ser. Le retorcía tanto el dolor de esa fuerza que hizo astillas su hueso sin considerarlo. Cuando miró dentro, la maldad, le anidó en el estómago como una larva. Cogió el cuchillo de mantequilla y se abrió en canal el vientre, separó la carne, estiró de su intestino hasta tenerlo tan fuera como para rebuscar en él y su mano ahondó sin compasión por si comprensión para arrancar al ser de su cuerpo, se estiró de las tripas y con sus uñas hizo una incisión encontrando el esperpento olor de la putrefacción. El imperioso dolor estaba envuelto en bilis y sangre, lo recogió con satisfacción. Lo acomodó en su mano y lo miró alegremente.