Creo que he dejado la vitrocerámica encendida. Esta mañana, cuando sonaron las alarmas y los militares nos obligaron a dejar el edificio.
Sé que calenté la leche del desayuno en la vitrocerámica. Siempre me ha parecido más sana que el microondas, esa inquietante caja que, como por arte de magia, descongela el pan, calienta un plato de pasta o prepara unas berenjenas gratinadas. Marian insistía en que es un aparato seguro, según los numerosos estudios que lo afirman. Discutimos bastante por eso. Y por otros asuntos. Ella tendría que admitir ahora que puede que mis sospechas fueran certeras. Es más: ¿y si han estado controlándonos a través de ellos? ¿Y si esos cacharros les mandaban señales e informes? ¿Y si es así como nos han atacado esta mañana?
De todas formas, tuve que calentar la leche en la vitrocerámica porque el microondas se lo llevó Marian, hace cuarenta días. Se fue la noche en la que me levanté diez veces para comprobar que no había dejado ninguna luz encendida. Dijo que no entendía mis absurdos rituales, que era un maniático inaguantable. Que no podía más.
Debería haberla llamado antes de que las líneas cayeran, como han caído los árboles, las estatuas de nuestros antiguos reyes y las iglesias conforme ellos atacaban. Solo para ver si estaba bien.
También tenía que haber comprobado que dejaba todo en orden en casa. Ellos aún estaban bastante lejos cuando los militares nos obligaron a correr hacia el refugio. Podría haber alcanzado al grupo antes de que comenzara la ocupación. O haberme escondido bajo un coche hasta que dejaran mi calle, porque…
¡Vaya, otra explosión! Los cuerpos de mis aterrados compañeros han temblado al son que marcaban las bombas. Ahora es cuando comienza el siniestro coro de llantos. Menos mal que están los soldados para hacerles callar. Los de afuera no deben saber que estamos aquí. Y yo tengo que pensar.
¿Qué hice antes de que sonaran las sirenas? ¿Y Marian? ¿Habrá llegado al refugio a tiempo? ¿Iría a buscarme antes?
Pienso en la vitrocerámica, un trapo de cocina tostándose encima, las cortinas comenzando a arder, el viento que se cuela por la ventana abierta para extender el fuego hasta el salón: el edificio en llamas.
¿Habrá tenido tiempo Marian de escapar por la escalera trasera? ¿Y si ahora mismo se está quemando en casa? O tal vez asfixiándose mientras se arrastra hacia la puerta.
Tal vez todavía esté a tiempo de evitar la catástrofe apagando la vitrocerámica, el gas, cualquier cosa que me haya dejado encendida y pueda poner en peligro la vida de Marian. No me importa que los ataques sigan ahí fuera, que ellos tengan un aspecto temible, que si me capturan me conviertan en poco más que en ese trapo quemado que no deja de aparecerse en mi mente. ¡Tengo que ir!
¡Soldados, déjenme salir! ¡Me he dejado la vitrocerámica encendida y mi novia está atrapada en casa! ¡Por favor, déjenme salir antes de que esta angustia me mate!