Me desperté en la habitación del hotel con la sensación de haber bebido demasiado. Al poco de darme una ducha, regrese a la cama, descubriendo una nota bajo la almohada con la palabra culpable. Nervioso, me vestí a toda prisa e intenté salir, pero la puerta estaba atrancada. De repente, me vino a la mente la última sesión con mi psicólogo. En ella me decía que nunca mejoraría si seguía sin aceptar la realidad. Irritado, me detuve ante el espejo y observé mi rostro cansado, momento en que la televisión se encendió mostrando la misma acusación.
— ¿¡De qué soy culpable!?— grité.
Debí hacerlo muy fuerte, porque segundos después, alguien del servicio de limpieza llamó a la puerta, y la abrió. Se trataba de una chica extremadamente joven, de grandes ojos azules y pelo negro, cuyo rostro blanquecino me sobrecogió.
— ¿Se encuentra bien?
Asintiéndole tímidamente, recuperé la nota y se la mostré. Ella me miró sorprendida y me sonrió.
—Es el nombre de la habitación. La eligió usted mismo, ¿recuerda?
Avergonzado, la leí en silencio y la volví a dejar en la cama. Me había comportado como un estúpido. Sin decir nada, recuperé el abrigo y me dirigí a la entrada, pero antes de salir, la chica se interpuso en mi camino agarrándome la mano. Estaba helada, y su rostro, antes dulce y sereno, se había transformado en uno crispado y terrible, como si estuviese pasando el peor de los sufrimientos. Asustado, intenté deshacerme de ella, pero la presión de sus dedos actuaba como unas tenazas. El dolor era tan intenso que por un momento creí que me partiría en dos el brazo; era como si mi sangre se estuviese helando rápidamente, transformándose en cristales que se me clavaban como diminutos puñales. Entonces, cuando creí que ya nada podía hacer, se desvaneció frente a mí, liberándome. Aterrorizado, salí al pasillo y cerré la puerta. Respirando afanosamente, fijé la mirada en el vacío y me dejé caer al suelo. Estaba tan asustado que no me percaté de la llegada de un anciano, enjuto y calvo, que se me quedó mirando. Vestido con un traje oscuro y con una especie de alzacuellos, suspiró como si se hubiese liberado de un gran peso.
— ¿Es usted el señor Kioto?—me preguntó, clavando sus ojos en los mios.
Al asentirle, extrajo un sobre del bolsillo de su chaqueta y me lo entregó.
—Hace mucho que lo ando buscando— me explicó.
— ¿Qué es?
—El causante de sus dolores de cabeza. Ahora, si me disculpa…— dijo, desapareciendo de mi vista.
Aún con el miedo en cuerpo, contemplé el sobre y lo abrí con mucho cuidado. En el interior había una fotografía de mis padres sosteniendo dos bebés en brazos. En el reverso, una nota de prensa que decía:
“Niña da la vida por su hermano, y fallece tras sacar a éste del hielo”