Lunes, 3 de febrero de 2020
Escribo estas palabras desde el baño del restaurante Lamucca de Pez, al que vine a reflexionar sobre mi situación para tomar una decisión. Este es un intento desesperado de dejar constancia de la situación que me catapultado a este estado, y explicar las causas que me llevan a actuar de esta forma desesperada. Me llamo Sandra Silveira, tengo veintiocho años y era estudiante de posgrado hasta hace cinco meses. Hace cinco meses, después de que me faltara el periodo tres ciclos menstruales seguidos, descubrí que estaba embarazada. Yo no tenía pareja, ni había tenido relaciones sexuales con ningún hombre en el último año. Este hecho desencadenó una crisis en mi vida, que finalmente creí superar pasado un mes, convenciéndome a mí misma, como sugerían los profesionales que me habían visto, de que seguramente hubiera mantenido relaciones sexuales voluntariamente estando bajo los efectos de alguna sustancia, en alguna de las noches en las que había salido con amigas y habíamos bebido tanto que no recordábamos nuestras acciones el día anterior. Yo quería abortar, pero ya era demasiado tarde para eso, así que no tuve más remedio que seguir adelante con el embarazo, consciente del cambio que supondría en mi vida.
No desarrollé instinto maternal alguno, pero me consolaba pensando que seguramente con el tiempo, crearía un vínculo con mi futuro hijo. Pero a partir del cuarto mes de embarazo, comencé a sentir un asco irracional e indescriptible por la abultada forma de mi vientre. Imaginaba, sin poder evitarlo, que dentro de mi útero había un parásito que, como una tenia, consumía mis recursos, haciéndome sentir más débil, abusando de mi cuerpo de manera vil. Mi vientre crecía a medida que los días pasaban, igual que mis estrías y mis ojeras, y mientras esto sucedía aumentaban también mi angustia, hasta el punto de volverse categóricamente insoportable, y los deseos irrefrenables de deshacerme del engendro que vive en mi útero.
¡Por favor, no se precipiten al juzgarme, yo no soy un monstruo! Si pudieran imaginar cómo es mi realidad, no se atreverían a tacharme de psicópata. Estoy de ocho meses, se me acaba el tiempo. Dentro de mí vive un ser abyecto, que me ha hecho lamentar el estar viva, generador de un estado mental insoportable e irreparable. Llevo meses barruntando la posibilidad de que todo esto sea fruto de la brujería, pues es la única explicación que hallo para los sentimientos antinaturales que me invaden, para este impulso animal que me insta a deshacerme del ser y también de mi propia vida. Ahora mismo estoy empuñando uno de los cuchillos que había en la mesa del restaurante. Con él satisfaré la necesidad imperiosa que siento de apuñalarme el vientre hasta acabar de una vez por todas con la criatura. Prefiero morir desangrada antes que dar a luz a este engendro. Por primera vez en muchos meses, siento paz, pero también tengo miedo. ¡Que Dios se apiade de mi alma!