Flame atravesó el umbral del inhóspito y destartalado edificio que había sido su hogar durante seis años. Su sonrisa de suficiencia, lejos de otorgar calidez al desolador ambiente de aquella fría noche de noviembre, era capaz de provocar que cualquier criatura huyese despavorida; tal vez se trataba de los dientes afilados que él mismo se había limado tiempo atrás.
El imponente edificio medio derruido era como una isla de piedra en mitad de un bosque oscuro y denso. La fachada se hallaba carbonizada, especialmente alrededor de los que fueran amplios y grandes ventanales y que ahora se reducían a cristales rotos como consecuencia del arrasador incendio.
El joven pisó el suelo del recibidor con entusiasmo, tal y como hacía cada año exactamente el mismo día: había un importante aniversario que celebrar. Cuando se quiso dar cuenta, se hallaba en la misma habitación a través de cuya ventana había huido hace justo tres años, después de utilizar alcohol etílico y una cerilla para desarrollar su mayor obra maestra, que comenzaría a cobrar vida en la habitación de su desdeñosa responsable, aquella desagradable mujer que le ordenaba callar cuando él tenía una de sus tantas pesadillas.
Escuadriñó cada detalle; las cortinas, antaño de un desapacible color amarillo, lucían negras, resquebrajadas y completamente calcinadas. Su ceño se frunció cuando reparó en la mecedora en la que la señora McAdams solía tejer prendas para los jóvenes de aquel psiquiátrico; el destrozado esqueleto de mimbre se mecía al son de una corriente de aire inexistente, o al menos imperceptible.
Se acercó hasta la ventana resquebrajada, alargando el brazo hacia el exterior. Nada. El aire permanecía estático; ninguna ráfaga perturbaba su calma.
—Cuánto tiempo, Flame.
El chico retiró la mano bruscamente, provocando el corte de la piel de su palma. Un hilo de sangre tiñó su blancura de rojo. La sonrisa de la señora McAdams era siniestra, aún más si se combinaba con unos ojos negros completamente hundidos y cabellos grises desparramados por el pálido rostro. Sus pies se movían al son de la mecedora, sobre la que se sentaba.
—¿C-cómo...? — logró pronunciar el muchacho en un susurro raspado que apenas rasgó el aire.
—¿...estoy aquí después de que me quemases viva mientras dormía? — completó, sin que su sonrisa se difuminase —. Soy tu responsable, muchacho, y ya es hora de irse a dormir.
En un pestañeo, los ojos oscuros de la mujer se encontraban a escasos centímetros de su rostro, y las manos le apresaron los brazos como tenazas de acero. El muchacho gritó de dolor cuando su cuerpo impactó contra los hierros de la antigua cama.
—Shh — susurró la anciana; las quemaduras de sus brazos y rostro se hicieron más visibles —, los niños buenos no gritan.
El inconfundible olor a alcohol etílico inundó la habitación y el chasquido de un mechero precedió a la llama. El chillido de pavor del joven quedó ahogado por el crepitar del fuego mientras un coro atormentado de quejidos infantiles resonaba tres años más tarde.