La pared de la esquina de Calzada de Jesús del Monte y Carmen tiene una mancha. No es una costra de churre de la polvareda de los carros, ni un brochazo artístico de los grafiteros de la ciudad. Tampoco es signo de humedad acumulada, como la que florece en casi todas las construcciones deterioradas de la zona. Es solo una mancha.
Unas dos mil personas deben pasar por ahí en todo el día, con una frecuencia mínima de dos trayectos, ida y vuelta, lo que harían cuatro mil veces que la mancha es observada. Pero esto es solo un análisis estadístico. En realidad, nadie se percata. Y no es por su tamaño, ya que es bastante significante, o por su forma que es lo más peculiar de todo. Simplemente la mancha pasa inadvertida, la esquina pasa inadvertida. Incluso, si las personas cuando transitan por ese mismo punto se esforzarán en reconocer sus presencias, pasarían inadvertidos de sí mismos en una paradoja existencial. Soy, no soy. Dos pasos más y ya no está el problema.
Pero la mancha sí está ahí. Se pregunta cada hora, minuto, segundo: ¿cuándo me van a ver? Refulge, se expande, granula la textura de la pared, la embota, la cuartea, cambia de tono. Ninguno de sus esfuerzos tiene resultado. Cada hora, minuto, segundo, su frustración aumenta.
Un joven se recuesta en la pared. Lleva todo el día caminando y el cansancio mordisquea los músculos de sus piernas. Enjuga el sudor de su frente con un pañuelo blanco de rayas rojas y azules. Respira profundo para recuperar energías. Desconoce encima de qué está apoyado, pero no le interesa tampoco. Unos minutos de reposo, solo un par de ellos y luego volverá a su rutina.
La mancha despierta con el calor humano. Es agradable, siente vida a través del tacto. Ha esperado mucho ese momento y casi no cree que esté ocurriendo. El flujo de energías entre las materias es muy débil, imperceptible a los ojos del joven, pero tiene la suficiente fuerza para despertar algo.
El joven sacude la cabeza. Es hora de ponerse en marcha y dejar de pensar en tonterías. Tiene muchas cosas que hacer y aún le queda por caminar. Una comezón le ataca su espalda y se rasca desenfrenado. Piensa que tenía que haber mirado la pared, seguro tenía hormigas. Como perro sarnoso que en su andar no puede abandonar el hábito, dobla por la Calzada de Jesús del Monte y se pierde de la vista de ese lugar.
La mancha, insatisfecha, empieza a entender su mecanismo de interacción. No importa que tan grande sea, no importa que al fin logre establecer contacto con alguien. Es un organismo nocivo a los que no pertenezcan a su especie, aunque no deje de ser invisible.
¿Es esto una desventaja? Quizás no.
La mancha deja de intentar resaltar. A su debido momento, se nutrirá de vida con la llegada de otro incauto que se recueste en ella.