Hacía un calor asfixiante y me quedé en casa hasta que el aire no quemase la garganta. Salí a medianoche y descubrí un amasijo de gente que deambulaba aturdida por las aceras calcinadas.
El laberinto de humanidad incandescente en que se habían convertido las calles se avivó con el estrépito de una algarabía de timbales. Entrecerré los ojos para apreciar aquel resplandor de luz púrpura. Cuando logré acomodar la vista, distinguí una comitiva de seres llameantes que, al ritmo de una orquesta estrafalaria, desfilaba en un pasillo de machos cabríos que portaban antorchas como piras funerarias.
Me uní al cortejo de los engendros que danzaban al ritmo frenético de aquella percusión infernal. En pleno éxtasis de movimientos convulsos, llegué a una plaza en la que reverberaban los restos de una iglesia que, entre fulgores carmesís, miraban a la luna con la misma vanidad con que los cañaverales incendiados se miran en las aguas que los han visto crecer. Entre los vapores de aquel espejismo, surgió una joven tan hermosa y tan reluciente que parecía coronada con un nimbo de fuego. La miré y sentí un escalofrío al descubrir que su hermosura traslucía una maldad aterradora.
Me acerqué y, cuando estaba a punto de rozar su mano, envuelta en una estela escarlata, echó a correr entre las cañas agostadas. Se detuvo en medio de aquel carrizal asolado. Al poco, se giró, clavó sus pupilas de brasas en mis ojos y, con un gesto maléfico, dejó caer un pañuelo. Yo llegué hasta ella, me agaché y, al coger su pañuelo, cayó una nota que decía: «Tengo que irme con ella». Nos quedamos en silencio, nos miramos y, por un momento, solo por un momento, la noche se hizo prodigio de amor bajo un techo encendido de grana y plata.
Elevé la vista y, en aquella bóveda de destellos cobrizos, vi a la luna emitir fulgores negros que apagaron las estrellas. Un tañido de campana como una llamada a muerte me sacó del ensueño. Entonces, aquel concierto fúnebre se alió con el viento rusiente de una tormenta apocalíptica y, en medio del caos, un relámpago me atravesó al verla ascender entre vahos ardientes.
Alcé los ojos y vi una máscara diabólica, enmarcada por las manchas de la luna, que centelleaba sonrisas de plata.