En la tercera revisión el médico le reiteró que existía un riesgo cierto de que diera a luz un hijo incompleto, con horribles malformaciones. Pero ella mantuvo que le daba igual, que estaba decidida a seguir adelante. Luego, en un gesto de debilidad, acercó los labios a la oreja del doctor y formuló la pregunta en un susurro:
—¿Qué tipo de malformaciones? ¿Acaso podría nacer con cabeza de niño y cuerpo de escolopendra?
Llegó en un taxi, encogida entre contracciones, y se echó en brazos del primer celador que se cruzó nada más saltar del coche. A decir verdad, más que un parto, aquello fue una fuga, porque la criatura salió disparada de su cuerpo en el mismo montacargas en que la bajaron a la zona de quirófanos.
La criatura vino al mundo recubierta de una pelusa blanca que una enfermera se afanó en limpiar con ayuda de una gasa empapada en algo. Aquella sustancia despedía un intenso olor a petróleo.
El doctor contó veintidós pares de patitas.
—Las tiene todas —anunció triunfante—, y de cabeza de niño, nada. Una escolopendra completa.
La madre suspiró aliviada y echó la cabeza hacia atrás.
—De cabeza de niño, nada. Es una escolopendra completa —se repitió varias veces, antes de caer rendida en un sueño profundo.
Cuando despertó y alzó la cabeza de la almohada, pudo ver la silueta de la criatura retorciéndose en su regazo. Ya no estaba en el quirófano rodeada de azulejos y sometida al parpadeo de los tubos fluorescentes. Habían aprovechado el tiempo que había estado dormida para conducirla a una habitación en una planta alta del hospital.
Un sol rotundo alumbraba las primeras horas del día. Haces luminiscentes se colaban por la ventana y dotaban a la estancia de una atmósfera irreal. La madre acarició el cuerpo escurridizo de su primer hijo. La escolopendra se mostraba inquieta. Quizá le distraía el exceso de luz, o se sentía extraña fuera del cuerpo que la había albergado los últimos meses. Se agitaba hacia los lados y se arqueaba como si quisiera zafarse de aquel lugar y de aquel instante.
El doctor entró en la habitación, se acercó y alargó sus dedos de cirujano, las uñas perfectamente recortadas, para propinar una caricia tranquilizadora al ser. La mano del médico recorrió tres veces el lomo, distribuido en gruesos anillos, de la criatura. Con la yema del dedo índice repasó la hilera izquierda de veintidós patitas y luego las veintidós patitas del costado derecho. Hasta se atrevió a dejar flotando ese mismo dedo en el peligroso hueco que se abría entre las forcípulas. La criatura, por fin relajada, no hizo ademán de lastimarlo. La voz del buen doctor resonó en la habitación.
—Buena chica.
Apartó el dedo de las fauces de la escolopendra y anunció a la madre que les daría el alta a las dos transcurridas veinticuatro horas. Luego, abandonó la habitación a pasos largos, como si le empujara la brisa que había comenzado a soplar afuera.