“Señorita, cuándo me van a atender”, “Señorita, por favor”, “Señorita, señorita…”. Esa voz quejumbrosa continuaba resonándole en los oídos. Le había respondido que tuviera un poco de paciencia, que no daban abasto, que si en una hora no le habían llamado, volviera a preguntar; pero pocos minutos después, aquel anciano había fallecido. No lo entendía, el hombre acudía a urgencias día sí día no, siempre con dolencias menores cuando no fingidas. Lo suyo era más un problema de soledad que de salud. Aun así, ella se sentía bastante mal. En los pocos meses que llevaba de prácticas, le había pasado de todo; sin embargo, para esto no estaba preparada. Por eso la enfermera jefe le había permitido salir un poco antes. Ahora agradecía el aire fresco de la madrugada. Pronto estaría en casa. Una ducha, una ensalada y a la cama, que mañana sería otro día. Esta noche su calle estaba menos iluminada de lo normal y realmente desierta, aunque le pareció ver a lo lejos a una persona de pie, apoyada en su portal, como si estuviera esperando a alguien. No, no era nada. Seguramente, un efecto óptico y mucho cansancio. Mientras subía por las escaleras, le extrañó no oír los maullidos de su gata. Siempre presentía su llegada. La tonta estaba escondida debajo de la cama. Claro, se habría asustado al llegar ella más pronto de lo habitual. Bueno, lo primero, la ducha relajante. Dejó correr el agua caliente sobre su cabeza un buen rato y le entró tanto sueño que decidió prescindir de la cena. No tardó ni diez segundos en ponerse el pijama y meterse debajo del edredón. Qué frío hacía hoy. Juraría que había encendido la calefacción antes de salir. Estaba claro que no. Se acurrucó intentando entrar en calor y no pensar en lo ocurrido hacía menos de una hora, pero la voz del anciano regresaba a su mente: “Señorita, oiga, señorita…”. No, esa voz no estaba solamente dentro de su cabeza. Podía sentir un aliento gélido delante de su cara: “Señorita, ya ha pasado una hora, ¿me pueden atender?”.