Cerró la puerta de golpe y lanzó con desgana los zapatos contra la pared del fondo de la habitación. Estaba agotada por el largo viaje y aquel motel de carretera no era precisamente el lugar más idóneo para descansar, unas horas antes del juicio del día siguiente. Las paredes oscuras contribuían a crear un ambiente poco acogedor.
Laura abrió el grifo del agua caliente y el vapor inundó el baño. Mientras secaba su cara con unas toallas de papel áspero, se sobrecogió al ver por un instante la imagen de una figura reflejada entre el vaho del espejo. En ese momento, el aliento de una respiración agitada y repugnante, recorrió su nuca provocándole un escalofrío estremecedor. Instintivamente, giró la cabeza y no encontró a nadie.
Mientras se desvestía, la sensación de no estar sola se fue apoderando de ella. De repente, la bombilla del techo comenzó a parpadear y la habitación quedó a oscuras. De nuevo una respiración entrecortada y jadeante acarició su cuello. Por un momento se fijaron en su mente las imágenes de aquellas mujeres desnudas y mutiladas, sobre enormes charcos de sangre. Se levantó aterrorizada y se protegió tras el sillón de la ropa, empujando contra la pared su espalda, empapada en sudor.
—¿Quién hay ahí? Responda, ¿qué quiere de mí? —gritó, en mitad de la oscuridad.
La luz parpadeó de nuevo durante dos o tres segundos. Entre sombras pudo reconocer la silueta de aquel hombre bajo el marco de la puerta del baño. Había tenido poca relación con él. Solo una visita a la prisión para hacerle un par de preguntas, que nunca obtuvieron respuesta. Aquel día, su mirada amenazadora y una sonrisa inerte, que la atravesaron como un puñal helado, fueron las únicas respuestas.
Más de veinte minutos permaneció acurrucada tras el sillón, en la más absoluta oscuridad. ¿Por qué extraña razón había aceptado el caso del asesino de mujeres? ¿Si estaba en prisión, cómo había podido reconocerlo entre las sombras del cuarto de baño?
Pasados unos minutos, la luz volvió. Laura, aterrorizada, descolgó el teléfono y comprobó que no tenía línea. Esparcidas sobre la moqueta, las fotografías de las mujeres asesinadas reflejaban el horror de unos crímenes cometidos sin escrúpulos. Habían aparecido decapitadas y, en cada uno de los cuerpos, en lugar de la cabeza había una fotografía a tamaño natural del rostro de la próxima víctima.
Comenzó a vestirse apresuradamente. Al ir a recoger los zapatos al otro lado de la habitación, vio con espanto su rostro en la fotografía del cuerpo de una de las víctimas.
Unas manos ásperas y fuertes rodearon su cuello apretando la glotis contra las paredes de la garganta. Laura, con los ojos desencajados, lanzaba manotazos al aire mientras escupía saliva sanguinolenta e intentaba respirar. Ahora, el repugnante jadeo en su cuello era más intenso y terrorífico. Apenas tuvo tiempo de escuchar una frase susurrada al oído:
—¿Sabes lo que dijo mi hermano cuando te conoció?
«Ella será la próxima».