Estaba emocionado. Al fin llegaba al momento álgido de su novela. A lo largo de sus páginas había descrito a la criatura a la perfección; la había dotado de una magnífica monstruosidad, de una brutalidad estremecedora, pero también de una naturaleza propia, así como de una delicada conciencia. Su criatura era tan horrenda como maravillosa. Era perfecta. Ahora había llegado la hora de proveerla de la mayor perversión. ¿Para qué si no la había hecho secuestrar a aquellas niñas? No era suficiente con que las observara, con que las acariciara mientras permanecían inconscientes, narcotizadas dentro de aquel sótano nauseabundo. No, la historia que estaba escribiendo debía ser mucho más truculenta, alcanzar el sumun de la sordidez. Así pues, continuó tecleando con frenesí su vieja Royal.
“… Las niñas dormitan encogidas en los camastros, se estremecen cuando la criatura se detiene junto a ellas para envolverlas en su fétido aliento y pasar una de sus grotescas garras por encima de sus cabecitas. Sus uñas son muy capaces de cortar la delicada piel de sus cuellos con un mero contacto. Por eso la criatura comienza a salivar; ya anticipa el momento de ver atravesada su dócil carne, ya intuye la tibieza de su sangre manchando sus dientes… Su larga uña se detiene frente a la pequeña Silvie. Apenas cuatro añitos... Ya se dispone a hundirla en su pecho y….”
El escritor levantó las manos del teclado. “No –se dijo–, demasiado rápido”.
Aún había tantas cosas que su criatura podía hacer antes de acabar con ella…
“La larga uña alza la tela de su camisetita roja para descubrir sus mulos sonrosados y rollizos. La uña se desliza, recorriendo cada uno de sus tiernos pliegues, hundiéndose sin romper aún la carne…
–No, no quiero… –gime la criatura, sacudiendo su enorme cabeza.
Sorprendido, el escritor frunció el ceño. Sus dedos otra vez se despegaron de las teclas. No, no era hora de que su monstruo hablara. Era hora de actuar…
“La criatura aproxima su horrendo rostro al cuerpo de la pequeña Silvie, aspira su dulce aroma infantil contaminado por sus heces. El efecto de la droga es potente; por eso la niñita apenas arruga su naricilla al percibir su cercanía. De nuevo, su uña mugrienta se introduce entre sus muslos…”
Pero… ¿qué ocurre? ¿Por qué se detiene?, se preguntó el escritor mientras sus dedos continuaban tecleando ajenos a su voluntad.
“Ahora la criatura se gira para mirar hacia arriba…
–¿Por qué… por qué me hace esto, amo? –pregunta lastimeramente–. ¿Por qué me obliga? Yo… yo no quiero hacerlo.
Pero otra vez, lentamente, como si luchara contra sí misma, se vuelve hacia la pequeña.
–¡¡He dicho que no!!”
Se sobresaltó al escuchar el grito resonando en la habitación. ¿Cómo? ¿Quién…? Vio cómo las teclas de su vieja máquina comenzaron a deformarse. Desparecieron tragadas por una enorme garra de largas uñas que atrapó una de sus muñecas y que después ascendió hasta su cuello.
–¡¡Sádico!! ¡¡Pervertido!! ¿Quiere sangre, amo? Yo le daré sangre…