No había datos exactos sobre su antigüedad, podría decirse que estaba ahí desde siempre; y sin embargo, tal cosa no era posible. Ya se sabe que nada es eterno, y menos todavía algo de esta índole tan provisional. Era un pabellón prefabricado de color pardusco, asentado sin ruido ni otra señal en la aridez pedregosa de una tierra perdida. Apenas mostraba aberturas exteriores y aparecía engañosamente al margen de todo, como un bloque de leña seca al acecho del fuego. Parecía velar con discreción, casi en secreto, por algo más allá de la salud de los lugareños. Las distintas administraciones decían haberlo heredado y las autoridades inmediatamente responsables se limitaban a abastecerlo a distancia; a mucha distancia.
La gente de los alrededores se acercaba a consultar de vez en cuando, cuando les era de verdadera urgencia y no quedaba ya otro remedio. Los atendía un médico parco en palabras y de mirada fija. Pero tampoco parecía que nadie necesitase de mucho más por los alrededores, los lugareños eran gente limitada y conformista que rara vez se alejaba de aquellos parajes. A decir verdad estaban tan hechos al terruño y a la costumbre, que se diría que nacieran del suelo y no de mujer. Aquella comunidad habitaba una verdadera naturaleza rural, que a su vez alumbraba una comunidad endogámica y espartana de honda raigambre en la tierra.
Por eso el inquilino del consultorio atendía siempre lo mismo y recetaba siempre lo mismo desde que hay memoria de su aparición. Quien lo conocía más por visitarlo más, o quien se aventuraba y entrometía un mínimo, temía de algún ritual aberrante iniciado durante las noches solitarias del páramo. Eran solo rumores, pero su eco podría recogerse y aceptarse como consecuencia del roce continuo, de la cerrada familiaridad enclaustrada, del hermetismo sin airear ni horizonte conocido; del destierro de cualquier mapa de curso corriente.
Solo en algún departamento igualmente alejado y recóndito se sabe la verdad bajo sospecha; y nunca podría ser una verdad agradable. Ellos lo planearon todo. Allí, en el territorio oscuro donde prosperan los designios de un secretismo informe. Se abren agendas ocultas y carpetas con proyectos innombrables de arduos nombres en clave, y cuando comienzan a ejecutarse esos crípticos registros ya no hay vuelta atrás. Programas piloto de control poblacional y mental, experimentación telúrica y climática, especulación medioambiental, enfermedades inducidas, intoxicaciones progresivas controladas, robótica antropomórfica sustitutiva... Era muy variada la carta blanca de la mano negra, además de impune. Después de todo, en el peor de los casos, en el caso improbable del desenmascaramiento, el coste sería ya ínfimo a estas alturas del despliegue. La incomunicación geográfica hacía a la localidad altamente impermeable, idónea para mantener bajo secreto el plan. Y los escasos habitantes de la zona, además de no plantear preguntas ni demandas, eran prescindibles como ningunos; ideales para abrir camino sin saberlo.