El detective, cansado y solo, fuma tras la mesa de su pequeño despacho. Es apenas una figura dudosa, difuminada por el humo. Vuelve a leer la carta, pero da igual cuántas veces la lea; la carta es muy clara, y dice lo que dice. Se inclina trabajosamente para estirar un brazo y recoger el vaso de plástico que hace un momento ha caído sobre la moqueta. Después presiona lo justo para devolverle su forma original y vacía dentro el contenido de la botella. Tras arrojarla a la papelera, su mano se detiene en el tirador del tercer cajón. Sus dedos lo tantean, lo acarician antes de aferrarse a él. Está decidido a abrirlo, pero entonces sus ojos registran una sombra al otro lado del cristal biselado de la puerta. La silueta permanece inmóvil, es una mancha oscura fija en el recuadro. Su mano se despega del cajón con los dedos abiertos, aún dubitativos. La figura del otro lado guarda silencio; por momentos su perfil se hace más nítido, más denso, más negro, como si se aproximase hasta quedar a escasos milímetros de la puerta. El detective estrecha los ojos; le parece distinguir un abrigo largo, un cuello delgado, una cabeza pequeña de la que parece desprenderse una melena rala a través de la que se filtra la escasa luminosidad del descansillo.
El puño golpea el cristal tres veces, con idéntica fuerza, con la misma cadencia. El detective traga saliva, hace un esfuerzo por recomponerse en su silla. Después reúne sus dos manos sobre la mesa. Carraspea. Al fin dice:
–Adelante.
La puerta se abre como empujada por un suave viento. Al fin puede ver a quien se ocultaba tras el cristal.
–¿En qué puedo ayudarla, señora? –pregunta tras dar una nueva calada a su cigarrillo.
–Necesito de su servicio –contesta una voz áspera.
Por su acento deduce que es extranjera, y por su aspecto que es una recién llegada, pues su sobria indumentaria no se corresponde con la moda de la ciudad. No suele aceptar casos de extranjeros; siempre resultan ser asuntos demasiado turbios, pero esta vez no se puede permitir miramientos. Un caso no le va a salvar de sus problemas, pero necesita distraerse. Extiende la palma de su mano ofreciéndole la única silla, pero la mujer permanece de pie.
–Estoy buscando a un hombre –dice empleando su voz hueca.
El detective sonríe torcidamente. «¿Y qué si no?». Observa que sus ojos están fijos en la carta que hay sobre la mesa.
–¿Para qué le busca? –pregunta mientras oculta la carta bajo sus manos.
–Para asegurarme.
–¿Asegurarse de qué?
–De que ese hombre no se distraiga. –Ahora los ojos de la mujer se clavan en los suyos. Sin saber cómo, otra vez está junto a la puerta. Antes de desaparecer, añade–: y de que cumpla la decisión que acaba de tomar.
El detective se queda solo. Vuelve a estar cansado. Su mano abre el tercer cajón. Después se lleva el revólver a la sien y aprieta el gatillo.