Dice el refrán que antes se pilla al mentiroso que al cojo. Suele ser cierto. Los terrores que sufro por lo primero, no tienen nada que ver con los que me hubieran asaltado en caso de ser perseguido por un perro rabioso teniendo que afrontarlo con mis muletas.
Llevaba varios años en el asunto. Era un fraude en toda regla, estaba claro, pero había ido superando los recelos de los primeros momentos. Si una trampa te sale bien al principio, poco a poco desechas el miedo a ser descubierto. Cada Navidad había ido aumentando el negocio, ese espíritu de superación que anima a un tipo tan emprendedor como yo. Ya había perdido todos los escrúpulos. En septiembre, a la vuelta de vacaciones, comenzaba la operación.
Al principio me apañé con un décimo de lotería. Eran solo 20 €. La inversión merecía la pena porque los talonarios impresos apenas me costaban otro tanto. Sin embargo, la recaudación de las participaciones multiplicaba por diez los gastos. El primer año, aconsejado por el miedo más que por la prudencia, solo hice doscientas, a 5 € cada una. En las papeletas figuraba que el portador jugaba 4’50 €, aportando los 50 céntimos restantes a una entidad benéfica que me inventé. No desconfía la gente cuando el descuento es tan insignificante. Y menos en esas fechas de tradicional fraternidad.
No salió premiado el número. El beneficio de la operación me supuso casi 1.000 €, descontados el décimo, los talonarios y el sello de caucho para validar cada boleto; no debía despertar recelos entre los clientes del bar. Ni siquiera vino gente a cobrar el reintegro, que tocó. ¿Quién se molesta en estos tiempos por 4,50 €?
El segundo año repetí, pero en vez de 200 participaciones hice 400. El número era el mismo, reservado con tiempo en la administración. Podía ocurrir que resultara agraciado con la pedrea, en cuyo caso mis ganancias serían dudosas, porque tampoco los clientes se molestan en recuperar 22 €. Muchos no se enteran o no encuentran el boleto.
Pero, ay, la cosa me ha ido fatal esta vez, tras siete años de opíparo negocio. Ahora tendré a cientos de parroquianos reclamando su dinero. El sorteo del Gordo me ha desgraciado con el cuarto premio, 20.000 € por décimo. Como solo está premiado uno de los dos números que jugaba, eso es lo que cobraré. ¿De dónde saco el resto? Porque he vendido dos mil participaciones a 10 € (9+1), recaudando en total 20.000 €. Cada uno de los clientes querrá 9.000, su parte proporcional, que en total suman 27 millones.
A medida que pasan los minutos, siento un terror mortal. Me espera la cárcel. ¿Huyo con los 20.000 pavos que recaudé y me olvido del resto? ¿Dónde voy, dónde me escondo? ¿En la selva amazónica? En medio de esta truculenta desazón recuerdo ahora otro refrán: “La codicia rompe el saco”.