Hoy es su cumpleaños, pero ella no lo sabe. Lleva sin ser consciente varios años, puede que en total dos, o tal vez tres.
Se cepilla con delicadeza su pelo color ceniza que cae sobre su espalda en forma de cascada, llegándole hasta más de la mitad de ésta.
Detrás de ella, suenan una serie de pitidos en forma de dígitos, seguidos de un pesado chirrido metálico. Tras la puerta sale un hombre que sostiene una bandeja blanca de plástico.
-Buenos días.
-Buenos días cariño. – responde ella. El hombre que dice ser su marido le besa en el hombro que el camisón deja al descubierto. La puerta de la cámara se cierra detrás de él, lentamente debido a su peso.
- Te traje las medicinas y el desayuno que te gusta. – ella asiente, pasiva y se toma con agua las pastillas de color azul acompañadas con un golpe de agua. A veces se pregunta cómo puede un hombre tan joven ser su marido, pero sólo es a veces, cuando su cabeza le permite plantear. Le empieza a bajar el tirante del camisón de lino, deslizando a su vez la cremallera que recorre su espalda.
Él le amaba, le amaba tanto que dolía, le amaba tanto que le hacía hacer cosas horribles. Pero el amor siempre estaba justificado.
Desde que la vio con su mirada perdida sentada en aquella sala supo que alguien así sólo podría pertenecerle a él. Al acercarse a ella un escalofrió le recorrió el cuerpo, una euforia tan extrema que hizo que sus piernas tiritaran mientras su lívido subía, más y más. Ella le miró, indiferente, como siempre; en su cabeza el único hombre que existía era el presentador apuesto del canal 5.
Tenía los mismos ojos que su madre, los ojos que le habían llevado a una locura de la que ya era muy difícil salir; los ojos que le hicieron perder la cabeza; los ojos por los que había matado a la mujer que le dio la vida. Desde entonces su alma estaba vacía, vagando por los pasillos de aquel hospital sin rumbo alguno; ayudando a vivir a personas con deficiencias mucho más livianas que la suya mientras llevaba aquella bata color azul verdoso y una peluca sobre su cabeza rapada que le ayudaba a esconderse de la policía.
Nada tenía sentido hasta que se reencontró con aquellos ojos.
Se rio para sus adentros mientras bajaba por sus senos: al fin y al cabo había resultado demasiado fácil sacarle de aquel psiquiátrico, tanto que más que una obsesión le había resultado un juego. Ya no tendría que dar explicación alguna; ella ya estaba totalmente en blanco, como un ordenador recién reseteado, sin rastro alguno de datos de navegación. Ya no tendría que utilizar látex, ni aquel bigote postizo que compró en una tienda de disfraces.
Y al fin, ella sería suya, hasta su último latido.