Veía en mi mente una y otra vez los ojos enrojecidos y horrorizados de Larissa cuando entramos en aquella sucia habitación. No podía imaginar qué tipo de persona podía dañar así a otro ser humano. La joven se encontraba acostada sobre una cama cuyo colchón estaba manchado de orina y heces. Sus muñecas y tobillos estaban llenos de heridas y las esposas con las que la había encadenado a la cama estaban cubiertas de restos de sangre seca y piel. Apenas se distinguía su rostro, hinchado y amoratado por los golpes recibidos. Estaba muy delgada, posiblemente no había comido en muchos días.
Con un cuidado exquisito los sanitarios consiguieron acostarla en la camilla. Larissa tenía la mirada perdida y no era capaz de articular una palabra. Se tomaron muestras de todos los restos existentes en aquel cuarto. Se buscaron huellas y se hizo todo lo posible para que no se escapara nada que nos ayudara a atrapar a aquel monstruo.
Unas horas más tarde me dirigí al hospital a entrevistarme con Larissa. Los doctores me informaron de que su torturador la había violado y maltratado violentamente. Además de las heridas que se podían ver a simple vista tenía algunas costillas rotas, desgarros anales y vaginales y pérdida de audición en un oído por los golpes recibidos.
Durante la investigación la visité en numerosas ocasiones, se iba reponiendo poco a poco de sus heridas aunque el trauma le impedía todavía recordar detalles de su agresor. Era una mujer bellísima, de delicadas formas y unos ojos azules hermosos y profundos. En mis ratos libres solía visitarla, le leía algún libro o le hablaba de cualquier cosa que se me ocurriera. Había empezado a sentir algo profundo y especial por ella.
Cuando le dieron el alta fui a recogerla y la llevé a su casa, no vivía muy lejos de la mía así que podríamos vernos a menudo.
Una noche organicé una cena para los dos con el fin de decirle lo que sentía. Estuve toda la tarde cocinando. Preparé unos solomillos a la mostaza de Dijon y unos entrantes de lujo, todo ello regado con un buen vino. Esa noche estaba preciosa, cenamos escuchando baladas románticas y después empezamos a besarnos. Subimos a mi habitación e hicimos el amor con delicadeza. Abrazados nos quedamos dormidos. Cuando desperté llevaba mis propias esposas puestas y los pies atados. Larissa me miraba con los ojos inyectados en sangre y unas tijeras de cocina en la mano. Había encontrado en mi habitación unas fotos que sólo podía haber hecho su agresor y unas braguitas llenas de sangre y empezó a recordar y yo…... yo también recordé. Se abalanzó sobre mí clavándome las tijeras con furia repetidas veces hasta que dejé de respirar ahogado en mi propia sangre.
Yo era aquel monstruo, un Jekyll y Hyde del siglo XXI.