Cuando la sorprendí presa de un ataque furia, propinando un puntapié al gato, le dije que era una niña mala, que aquel no era modo de comportarse. La mandé escaleras arriba a su habitación para que allí sola recapacitara, para que tuviera conciencia del daño que había causado a un pobre animal con su arranque de mocosa enrabietada. No se rebeló. Sólo musitó un "él es peor". Imagino que se refería al gato.
Ascendió las escaleras con la cabeza ladeada por encima del pasamanos. Era imposible verle la cara porque la mata de pelo rubio cubría su mohín. También ocultaba sus lágrimas de niña avergonzada.
–De esta aprende –pensé−, y me preparé un té con leche.
Luego me senté en el sillón que mira al jardín a contemplar el discurrir de las nubes.
Han pasado cinco años desde entonces y Margarita sigue encerrada en su cuarto. Alguna vez he subido y la he llamado por su nombre, pero no responde. El pestillo está echado. Sé que sigue viva porque oigo cómo dialoga con sus muñecas, porque escucho su respiración sobresaltada cuando duerme.
En más de una ocasión he valorado la posibilidad de tirar la puerta abajo de una patada. Soy un hombre fuerte. Seguro que podría. Pero las ocasiones en que he ascendido el tramo de escaleras que me separa de su cuarto decidido a hacerlo, siempre llega por detrás este maldito gato con su goloso ronroneo de animal amigo, y al tiempo que me lame los tobillos, consigue hacerme olvidar que Margarita sigue esperando detrás de esa puerta.