Cuando llegaba el verano, los campos que rodeaban su vieja casa de madera se iluminaban con millones de diminutas bombillas voladoras que se posaban por todas partes. En el momento en que la primera luciérnaga se quedaba pegada en la telaraña, las pupilas de Jonás se dilataban y comenzaba a salivar imaginando lo que estaba por venir.
La araña se acercaba y envolvía a su presa hasta dejarla inmóvil, pero lo que más fascinaba al muchacho, era ver cómo el abdomen del insecto continuaba brillando dentro del frágil ataúd de hilo. La mortal luz atraía a otras luciérnagas que caían una y otra vez en la misma trampa. Para cuando la madre de Jonás le llamaba para regresar a casa, la araña ya había decorado su tela con luces que convulsionaban luchando por escapar. Cada noche, antes de volver, Jonás robaba a la araña una de sus presas que guardaría más tarde en su caja metálica de galletas.
El día en que la madre de Jonás murió, el muchacho pasó horas tejiendo su propia telaraña. Había estado ensayando en el bosque, pero los animales que había ido colgando eran menos pesados. No le quedó más remedio que desmembrar el cuerpo y tejer cuidadosamente cada parte por separado para ir completando la decoración de su tela. Al terminar se sintió decepcionado… ¡sus luciérnagas no brillaban!
Se cambió de ropa y bajó al pueblo donde compró 2 cajas de luces para árboles de navidad. Enchufó las luces y dio varios pasos hacia atrás para poder contemplar su obra. Sus pupilas se dilataron y comenzó a salivar. Sin embargo, su presa no respiraba.
Jonás pasó varias semanas perfeccionando sus telarañas, colgando de ellas pesados troncos que superaban con creces el peso de su madre.
Era hora de salir a buscar luciérnagas.