Cuando recuperó la consciencia, caminaban solos, yuxtapuestos. Pese a sus tentativas, ella no se dejó asir la mano.
Encarnaba Anouk a una de esas criaturas escogidas por el dios genético para ejemplificar la perfección anatómica femenina. Ayudaban sus veintidós años exentos de impurezas epidérmicas que, sin embargo, no despertaban miradas lascivas de congéneres, porque congéneres no había.
El neurofísico nuclear intentó de nuevo tomarla de la mano, careada la suya por manchas marronáceas vegetativas. Ella la volvió a rehusar, a cada minuto más confusa ante aquella hipérbole del vacío selectivo del carbono. Solo algún gato…
–¿Por qué todo está muerto? ¿Dónde están los nuestros? –imploró la chica tras sacudirse una fibrosis en retinas y laringe que la había mantenido atónita hasta ese momento.
–Habíamos adquirido dimensiones ingobernables como civilización; la Tierra necesitaba una regeneración y unos pocos escogidos decidimos que había llegado el momento del exterminio incruento. El Neoceno ha comenzado.
Se pretendía convincente, pero la única interlocutora de sus palabras no parecía predispuesta a aceptar argumentos nebulosos justificativos de aquel silencio cosmológico.
El casi anciano continuó con su parlamento mientras deambulaban por aquel urbanismo sin tráfico, sorteando vehículos varados, sin conductores. No se entrevía vestigio alguno de destrucción, ningún cascote, tampoco ningún cadáver. Una leve brisa recién inaugurada enturbió la atmósfera con un tul de ¿ceniza?
–Parece… ¿ceniza? –inquirió Anouk con un regusto de incredulidad en el timbre.
Y el que ya se había manifestado como científico y arrogado el rol de uno de los líderes del bautizado como Neoceno, asintió.
–Ceniza… ¿humana? –interrogó la chica con puñales en las íes, coléricas las haches.
Y el viejo volvió a asentir. Y precisó que el estallido magnetosónico provocado por soles en miniatura, domesticados para preservar determinados tipos de vida y urdidos bajo tierra, había provocado una aniquilación de humanos, perros y aves, sin afectar al resto de estructuras orgánicas, animales o vegetales, ni menos las arquitectónicas.
–… nos ha llevado décadas la preparación, la logística, la selección, la sofisticación tecnológica, las conspiraciones, los sobornos, el elitismo supervivencial, la encriptación de las comunicaciones; la estrategia para refundar la humanidad nos ha consumido demasiada vida, pero ha merecido la pena mi degeneración física.
–¿Solo física? Son muertos integrados en la atmósfera… –sentenció Anouk. Y verbalizó su anonadamiento con un clásico “esto no puede estar pasando”.
Y él precisó que sí, que podía, que pasaba, que la torrencialidad de la onda expansiva terasónica al percutir contra los cuerpos los había convertido en ceniza de inmediato. Indoloro, insospechado, insoslayable.
–Tú y yo ahora, como únicos sobrevivientes de nuestro país. Hay más en otros. Selectivos, como nosotros. Procrearemos en un futuro sin imperfecciones, purificado; hemos dispuesto un reordenamiento funcional para que la nueva civilización no se convierta en otro azote de sí misma.
Anouk interrumpió aquella oda al apocalipsis y comenzó a maldecirlo.
–¿Purificar? ¿Contigo como origen? Aunque te pretendas el último hombre del planeta, no me tendrás, debiste planificar conmigo, no contra mí.
–No tienes alternativa masculina…
Rasgando el silencio, lejano, relinchó un caballo.