No puedo abrir los ojos, tampoco moverme.
Se que estoy sobre el suelo de la cava por que está helado y tengo la piel de gallina. El siseo del salero que baila en su mano me dice que está impaciente, en la puerta, esperando.
Le conocí un lunes. Mi turno terminaba cuando entró la orden de preparar un lingüini con gambones, sin sal, sin condimentos, y que mis manos tocaran cada uno de los ingredientes mientras los cocinaba. No quise ensuciarme ni mandar algo desabrido. Preparé el platillo como acostumbraba. Minutos después, el cliente lo devolvía.
Lo cociné nuevamente, ahora si, como el lo ordenó. Acompañé al camarero y desde el umbral de la puerta lo observé. Era de tez clara y ojos oscuros, su porte erizaba mi piel. Comió un poco y lo aprobó. De un maletín sacó un salero metálico, dejó caer una extraña sal marrón sobre el lingüini y lo devoró disfrutando como a nadie vi hacerlo jamás.
Durante meses, el hombre del salero regresaba cada semana pidiéndome platillos manoseados y sin condimentar. Creció en mi una insaciable curiosidad de probar el contenido del salero. Pedí al camarero que trajera los platos del cliente sin limpiar, entonces, a escondidas lamía los restos de sal.
Era adictiva, me hacía salivar como un can famélico. Cada vez fui menos cuidadoso, como un vampiro saciándose en público.
Aquel hombre debió verme. Un día, me ofreció techo, trabajo y revelarme el secreto del salero si lo visitaba. Era como si supiera que me habían echado del piso esa tarde por no poder pagar el alquiler.
Desesperado, acepté y vine a este lúgubre lugar en las afueras de Madrid.
A lo largo de una semana me hizo saborear más de una variación de aquella sal marrón que transformaba mis platillos en manjares. El hombre me quería para chef de un restaurante que hacía treinta años intentaba abrir.
–Tus manos tienen el sazón universal,- me dijo, - así como maridamos el vino con un platillo, las manos del chef no son la excepción. Cada artista de la cocina tiene su especialidad, pero tú, tienes el sabor que he buscado por años. Tu técnica es perfecta, tu esencia es deliciosa, y con la ayuda de los otros, una estrella Michelín vendrá pronto,- la emoción le invadió sus negros ojos mientras caminábamos a la cava.
Fue aquí, abajo, donde me reveló su secreto.
Curándose en amplios cajones llenos de sal, estaban los cuerpos de grandes chefs desaparecidos en las últimas tres décadas. Cada cuerpo en su propio espacio, fusionándose con hierbas y con aquel condimento milenario, volviéndolo marrón.
Ahora recuerdo, de la impresión caí sobre estas baldosas frías, frente a los pies del asesino que se había deleitado por meses con el sazón de mis manos.
Sigo en el piso, intentando recordar cómo llegué hasta aquí. La resaca por celebrar nuestra estrella Michelín me mata, pero el siseo del salero en su mano, me anima, me dice que es tiempo de cosechar la nueva sal.