Una fuerte puntada en el estómago lo obligó a incorporarse, arrancándolo del profundo estado de inconsciencia en el que se encontraba. Dio una enorme bocanada de aire y sus pulmones colapsaron de dolor.
Era de noche y se encontraba recostado sobre un césped húmedo. Levantó la cabeza y sintió un dolor punzante a ambos lados del cuello y hasta la zona de la nuca. Parpadeó; sentía los glóbulos oculares pesados y no lograba unificar la dual y nebulosa visión.
Los oídos comenzaron a zumbarle. La maleza que lo rodeaba empezó a sacudirse. Cada rama, cada hoja que se movía producía un agudo sonido que laceraba sus tímpanos.
Se puso de pie y comenzó a caminar. Las rodillas le crujían, los pies se le doblaban y sufría epilépticos sacudones involuntarios que lo hacían perder la conciencia por fracciones de segundos.
Los sonidos del entorno se acrecentaron. Intentó hablar, pero las cuerdas vocales no respondieron, y el esfuerzo le desató una intensa tos que lo hizo esputar. Sintió que del interior de su cuerpo se desprendían entrañas y líquidos espesos que subían convulsionantes por su garganta, inundaban su boca y estallaban hacia el exterior.
Apuró su errante caminar hasta que desembocó en el patio trasero de una casa. Las luces traseras estaban apagadas, no así las del interior. Pudo visualizar la cocina del lugar, donde se alcanzaba a ver un delgado y ascendente hilo de vapor que evidenciaba agua hirviendo. El zumbido provocado por el pico de la pava llegó a sus oídos. Una joven mujer ingresó a la cocina sosteniendo una taza de la que pendía el hilo de un saquito de té.
El cuerpo volvió a sacudírsele. Los instantes fugaces de semi inconciencia regresaron. La vista se le aclaró a la perfección y todo se tiñó de rojo. Sus ojos comenzaron a observar la misma escena de forma de extraña, captando en un segundo el cuadro entero y en el siguiente algún detalle del mismo, a una velocidad sorprendente, como si tuviera un zoom en las pupilas que se accionaba de forma continua.
Resopló por la nariz compulsivamente; un intenso olor le invadió las fosas nasales, subió por el tabique y llegó al clímax en la región más alta ubicada entre ambos ojos. La sensación y el hedor se volvieron placenteros. Su cuerpo se sacudió y lo llevó al habitual estado de semi inconciencia que, esta vez, se apoderaría por completo de él y su razón, y duraría para siempre. El estómago se retorció de dolor. Jadeó. Se echó a correr.
La joven soltó la taza de té; su cuerpo se paralizó y las extremidades dejaron de responderle al ver cómo un extraño ser de ropas rasgadas y ensangrentadas, con ojos rojos y desorbitados y abiertas y hemorrágicas mordeduras en todo su cerviz y pecho, atravesaba la ventada de un salto, se precipitaba sobre su cuerpo y hundía todos los hediondos dientes sobre su cuello, arrancándole de un mordisco las venas y arterias y, al mismo tiempo, su vida.