Siempre he sido una persona amable y considerada. Tengo un carácter afable, pocas veces me enfado, y las raras ocasiones en las que ocurre, me mantengo dueño de mí mismo. Nunca jamás, en definitiva, le he hecho daño ni a una mosca. El que hace esas otras cosas, no soy yo.
He perdido la noción del tiempo. Al principio, sólo ocurría de madrugada. Me despertaba inquieto, sintiendo el aire de la habitación como una sustancia espesa y ardiente, que me abrasaba los pulmones y me comprimía el pecho. Entonces, empapado en sudor, jadeante y aterrado, me levantaba y trastabillaba por el cuarto como un animal herido en el interior de una jaula. La boca abierta, intentando atrapar el oxígeno inexistente, los ojos desorbitados del que sabe que está a punto de morir ahogado, y que, invariablemente, cada noche, iban a posarse en el mismo punto.
Y como una polilla atraída hacia la luz, abría la puerta del armario. Allí estaba. Mi Salvador, mi Dios. Su sola visión, llenaba de aire mis pulmones; su tacto me fortalecía; su peso sobre mi cuerpo, me hacía uno con ÉL.
Una figura reencarnada, vestida con un abrigo negro, salía a la calle. Un abrigo antiguo, adquirido hacía poco tiempo en una tienda de segunda mano. De buen paño, en perfecto estado. Una ganga.
Una figura de andar rítmico y reposado, elegante. Se acercaba a cualquiera y con la misma calma con la que le pedía fuego, colocaba la mano sobre su garganta y la comprimía hasta impedir que cualquier sonido pudiese salir de ella, con cuidado de no causarle la muerte, para que en las retinas de la víctima, quedarán grabadas las atrocidades que estaba a punto de sufrir.
A la mañana siguiente los cuerpos aparecían torturados, violados, destrozados.
A la mañana siguiente, yo amanecía en mi cama cubierto de sangre, la puerta del armario entreabierta y el abrigo de nuevo colgado en la percha.
He perdido la noción del tiempo. Antes sólo ocurría de madrugada. Pero yo nunca jamás le hecho daño ni a una mosca. El que hace esas otras cosas no soy yo.