Desde que llegué a España no he tenido trabajo estable, lo que me ha impedido vivir de una manera digna; quedando siempre a merced de que algún hostal de mala muerte tuviera alguna habitación libre en la que poder pasar alguna noche. No obstante, la ausencia de dinero me obligó a pasar la mayoría de esas noches durmiendo en plena calle, sufriendo el infernal frío que gobierna las calles de Madrid en pleno invierno. Aburrido de ser rechazado en todos los alberges, cansado de caminar por las calles sin rumbo fijo y humillado de recibir palizas a manos de jóvenes sin escrúpulos, opté por quitarme la vida. Un buen día me dirigí a la estación de Chamartín, pero, en lugar de acceder al interior, caminé hacia las vías. Como buen cobarde, me tumbé bocabajo para no ver aproximarse al monstruo que segaría mi miserable vida para siempre. De repente, una misteriosa voz de mujer me hizo levantar la cabeza del suelo. Mis ojos pudieron observar a una anciana vestida de negro cuyo rostro estaba arrugado como una pasa. Yo, sorprendido, pregunté a la mujer qué era lo que quería de mí. Ella, sin gesticular, me dijo que tenía la solución a mis problemas. También me contó que había conocido muchos hombres como yo, y que tenía un trabajo para mí, el cual me iba a proporcionar una importante suma de dinero. No especulé al respecto y, después de levantarme del suelo, abandoné el lugar caminando junto a ella. Muy cerca de la estación nos esperaba un monovolumen de color negro que tenía todas las lunas tintadas, al que entré por la puerta trasera izquierda, según me instó la vieja. El conductor del vehículo me acabó llevando a un solitario polígono, donde accedió a una nave industrial abandonada. Una vez dentro, no me costó intuir, con horror, qué tipo de trabajo debía desempeñar. En el interior de la nave había un hombre atado a una silla frente a una vieja cámara de video VHS. La anciana, sin escrúpulos, señaló hacia una mesa próxima al cautivo, en la que había todo tipo de elementos cortantes y punzantes. Me dijo que tenía que matar a ese hombre frente a la cámara de video si quería cobrar el dinero. De lo contrario, si me negaba, no solo no cobraría el dinero, sino que sería yo el que acabara sentado en esa silla. De repente, sin saber de donde habían salido, me vi rodeado por un grupo de unas diez personas. Rápido entendí que aquel grupo no se andaba con tonterías, por lo que accedí de inmediato. Cogí un cuchillo y lo coloqué en el pecho del hombre. Éste, amordazado y atado de pies y manos, me dedicó una mirada de pánico. Fue entonces cuando la voz de mi conciencia me dijo «no lo hagas». Pero, seguidamente, una siniestra voz salida de los diablos de mi mente me dijo «hazlo, no le importas a nadie, eres un muerto viviente».