Antes de marchar a casa siempre ojeaba el periódico local en el Bar de Emilia. Llamó mi atención una foto en blanco y negro con un titular en grandes letras: “Fugitivo peligroso”. Miré a sus ojos porque esos ojos me miraban, y esa mirada me atravesó como queriendo buscar en mi interior algo que robarme. No sé quién era ni quise averiguarlo, me producía desazón, no me gustaba.
Emilia se acercó a mí con la cuenta:
- Chiquilla ve con cuidado. Nunca había visto una niebla así a finales de octubre.
Abotoné mi gabardina y salí, paré unos segundos en el quicio de la puerta. La oscuridad de la noche ayudada por la espesa niebla devoraban la plaza, únicamente se distinguían dos farolas cercanas, las miles de minúsculas gotas que flotaban alrededor les daban aspecto de pequeñas nubes de algodón. Al final conseguí orientarme y encontré mi coche. Me apresuré a ponerlo en marcha y encendí las luces, era muy poca la visibilidad, pero “eran sólo cinco kilómetros” me repetí. Avancé guiada por la blancura de las fachadas de las casas y de algunas aceras. Dejé el pueblo atrás introduciéndome en aquella masa espesa y amenazante.
No perdía de vista la margen derecha del camino. Había pasado ya el pantano y llegaba a los cipreses cuando un fuerte golpe me paralizó. Pisé el freno con fuerza. Paré el motor pero no quité las luces, no podía. El silencio, la oscuridad y la niebla que me rodeaban me hicieron sentir prisionera en una jaula cayendo por un abismo. Quise gritar pero mi garganta se quedó paralizada.
Otro golpe, dos manos se aplastaron abiertas en el cristal de la ventanilla derecha, entonces volvió a mirarme. Como un resorte salí del coche y me dirigí al maizal que se extendía en la parte izquierda. Corrí abriéndome camino entre las plantas que me arañaban, me golpeaban, me frenaban... Miré detrás de mí y vi esos ojos que me perseguían. Paré, sentía como la sangre caliente se deslizaba por mis brazos y mi cara. Me había desorientado totalmente. Empecé a correr de nuevo y caí de bruces. Temblaba fuera de control. Toqué algo extraño en mi cabeza, reconocí las barbas de las mazorcas enredadas en mi pelo.
Me levanté. Busqué alguna luz de algodón en aquella oscura inmensidad y lo único que vi fueron esos ojos. Intenté limpiar los míos con un trozo de mi destrozado vestido y por fin una suave luminosidad apareció entre las altas plantas, imposible calcular la distancia. Avancé lo más rápido que pude, ya no sentía ni mis pies, ni mi cuerpo embarrado, ni las heridas, nada, la luz me atraía con fuerza. Cuando salí del maizal me quedé paralizada, allí estaba él tumbado con la cara destrozada por el golpe, la sangre no tapaba sus ojos que seguían fijos en mí, y dentro del coche estaba yo, agarrada al volante y rígida como una estatua.