-¿María? ¿Mónica?
Ella gira la cabeza. Observa al joven que le habla. Es apuesto, sonríe. No debe tener más de veinticinco. Los ojos achispados.
-Es por tu colgante. Esa ‘”M”. La inicial de tu nombre ¿verdad?
Bebe un sorbo. No contesta. Fuma. Volutas de humo ascienden perezosas hacia el techo.
-Vamos, mujer. No seas así... ¿Milagros tal vez? Eres nueva por aquí ¿verdad? Yo vengo todos los sábados y nunca te había visto.
Ella lleva sus dedos a la “M” de plata que cuelga justo hasta el nacimiento de su escote. La acaricia. Se refleja en el espejo tras los estantes arracimados de licores.
-Espera, No hace falta que lo digas. Lo adivinaré. Si lo hago ¿podré invitarte a una copa? Veamos ¿Mari Luz? ¿Montse?
Tiene ojos de carbón, apenas maquillaje, perfume discreto. Nadie en la cafetería. Solo ellos dos y un viejo barman, pálido, arrastrando los pies mientras coloca vasos y platos. Parece enfermo. Quiere cerrar. Son cerca de las dos de la madrugada.
-¿Magdalena? ¿Mercedes?
No eran esos sus planes. Pero, piensa, el destino también juega esta partida. Apaga el cigarrillo, se levanta, toma su bolso y se dirige a la salida. Antes de cruzar la puerta echa un vistazo al camarero que la mira con ojos fatigados. Un día de estos volverá.
-Entonces ¿Mercedes? Lo sabía. Tengo el coche aparcado aquí mismo. ¿Dónde quieres ir?
Llueve de forma torrencial, pero ella no parece tener prisa. Sus tacones se hunden en los charcos que invaden la acera. Galante, le abre la puerta del coche. Se acomoda ante el volante. La mira. Es muy atractiva. ¿Qué años tendrá? Es mayor que él, de eso no tiene duda, pero pertenece a ese grupo de mujeres de edad indeterminada que la hacen apetecible. Le incomoda su silencio, así que habla y habla. Llena los huecos de la madrugada con palabras que ella no escucha. Enciende la radio. No para de llover, cada vez con más fuerza. Algunos relámpagos rasgan la noche.
-Será mejor que vayamos a mi casa. Allí podremos escuchar música. ¿Te parece?
El vestido se le ha subido hasta medio muslo al sentarse. La mira de reojo y pone una mano sobre su pierna. La acaricia. Prueba. Tienta. Espera. Nota la suave tibieza de su piel en la punta de los dedos que se mueven al compás de la melodía. Sube el volumen. Pisa un poco más el acelerador. La mano se pierde bajo su falda. Conduce rápido, quizás demasiado para esa carretera, quizás demasiado para esa noche huérfana de luna. Quiere impresionar. Tiene urgencia por llegar. Millones de gotas se suicidan contra el parabrisas.
-Me llamó la atención tu colgante, Nunca había visto uno igual. Es… hipnótico.
Los dedos rozan su sexo. Está frío. Helado. Desconcertado, gira la cabeza y sus ojos se topan de nuevo con la “M” que parece brillar ahora con luz propia. Elige un mal momento. La lluvia arrecia. La noche cierra más la curva. Los neumáticos desgastados. La velocidad. El barranco al otro lado. Las rocas en el fondo. El volantazo ya inútil.
Y mientras los faros apuntan hacia la boca hambrienta del precipicio, ve que ella ya no está a su lado. Entonces y sólo entonces, en ese segundo infinito cuando ya es demasiado tarde, entiende el significado de la “M”.