Muchos años después habría de volver a la casa donde nací.
Entregada, malvendida, había recalado en manos de una pareja de holandeses que la habían convertido en una pensión.
Acababa de perder a mi pareja en un accidente al que sobreviví injustamente y, desde entonces, arrastraba mi soledad por los tugurios de madrugada.
Indiqué que había nacido en aquella casa y me asignaron la que había sido mi habitación. En la amanecida podía oír el ruido de los juanelos que salían a la mar a faenar, y las voces de los marineros que rebotaban en la otra orilla y volvían de Doñana envueltas en agujas de pino. El alma de la casa son sus sonidos, y por eso nunca permanece en silencio.
Alejandro, mi hermano mayor, murió una noche de agosto en la habitación de enfrente, pese a los esfuerzos de aquel hombre, al que llamaban el practicante, que hervía las agujas en fuego de alcohol, como cocinando a fuego vivo el dolor que se te venía encima. Mamá condenó la puerta y prohibió a todos la entrada, para que el alma del pequeño no volara con los vientos de levante.
- Detrás de esta puerta están mis miedos, y los miedos de todos - nos dijo con la voz en un puro grito.
La puerta seguía allí. Pregunté en recepción y me dijeron que la habitación llevaba cerrada desde hacía, al menos, treinta años.
Esa noche llamé. Nadie contestó. Abrí y me asomé. Una luz se encendió en la mesilla de noche.
- Pasa. Te estaba esperando.
Mi hermano Alejandro estaba acostado en la cama, incorporado. Los años y la enfermedad que lo sacó de este mundo le habían marcado el rostro. Entré y cerré la puerta tras de mí. Hablamos de aquellos sueños de cuando éramos pequeños. Los pasos en el pasillo, y las sombras de un hombre que andaba arriba y abajo todas las noches. Un día me atreví a asomarme y le vi la cara, cenicienta, inclinada, con su sonrisa sucia, como dejando claro que el también estaba asomándose. O esas noches en las que alguien te destapaba y sentías el frío de una respiración recorrerte el cuerpo, pero no te podías despertar.
- Solo hay algo que pone fin a tus miedos - dijo Alejandro- y es que suceda lo que temes.
Sentí que había perdido el miedo a la muerte. Comprendí entonces que aquella puerta no se abriría nunca más para mí.
- Hay cosas que solo pueden entenderse si las miras desde el inicio - me dijo Alejandro con su mejor sonrisa.