A mi alrededor una docena de mesas. Comíamos en pequeños grupos, a lo sumo de tres personas, o en solitario, como era mi caso. No había hilo musical como en otros restaurantes ni nadie hablaba, solo algún susurro y el tintinear de los cubiertos contra la loza. A través de la pared de cristal se podía disfrutar de un paisaje costero.
Había oído de él en rumores y acabé sentado allí por una invitación exclusiva, un selecto club, casi una leyenda, cuyo restaurante estaba destinado para los paladares más exóticos y atrevidos.
Me habían servido el plato del día, porque allí no había carta para elegir. Defraudado adiviné que eran manitas de cerdo en salsa de almendras y perejil acompañado de cardo y de setas. No me pareció ni exótico ni atrevido. La cocción había eliminado casi toda la grasa y la carne, aunque escasa, resultaba sabrosa. De repente mi tenedor chocó con algo en el fondo del plato, lo arrastré fuera de la salsa hacia uno de los lados y descubrí una alianza de oro. Ordené los huesos que había estado royendo y me di cuenta que había más falanges de las que tenía la pata de un cochino. Aturdido levanté la cabeza y miré al resto de comensales.
Todos habían dejado de comer y me observaban fijamente en silencio. Miré al exterior, el mar parecía ocupar la parte superior y el cielo la parte inferior como si le hubieran dado la vuelta al mundo. En la copa de vino, ahora vacía, aparecía el rastro arenoso de algún tipo de barbitúrico. Me fui a incorporar, pero un violento mareo hizo que me sujetara a la mesa, los camareros se dirigieron a mí con los puños cerrados, y el resto de comensales se levantaron excitados. Caí al suelo y mientras la droga me sumía en la inconsciencia pude escuchar:
—Ni muy gordo, ni muy flaco
— ¡Es joven!-
Ahora, despierto veo que ya no estoy en el comedor. Mis codos están atados a mi espalda, al igual que mis tobillos y a su vez sujetos, a una barra de hierro de la que me encuentro suspendido. Estoy desnudo, colgado en una cocina con una enorme chimenea. A mi alrededor puedo ver, con los ojos fijos en mí, a los otros comensales.
—Colocadlo sobre las brasas
—Esperad que elimine la droga o arruinara el sabor de su carne.
Me pinchan en brazos, muslos y pecho, No puedo gritar porque estoy amordazado. Siento como levantan la barra, y me colocan sobre un lecho rojizo de brasas. El calor me quema la piel ,el sudor cubre mi espalda y el humo ciega mis ojos.
—Poco a poco…
Mientras mi cuerpo se va asando forcejeo inútilmente contra los grilletes de acero y sabiendo que estoy condenado, puedo ver en las miradas de los miembros de aquel selecto club que al goce de aquellos sabores prohibidos se une el de la crueldad y que uno no puede ser disfrutado sin el otro.