Echaba de menos a Mucca, sus ladridos le habrían sacado de dudas sobre el crujido de aquella tabla suelta del parqué. Caminó hasta el umbral de la cocina, en camisón. Encendió la luz. Le pareció que aquello había sido una sombra moviéndose en la oscuridad de su recibidor. Un escalofrío recorrió su espina dorsal y encrespó el vello de sus mejillas. Se acercó a la mesa. No había recogido el vaso de agua de la cena, pero el vaso no estaba. Permaneció alerta unos segundos. Eso es el segundero. Eso el reloj del horno. Eso el zumbido del alógeno. Agarró el respaldo de la silla y la arrastró lo suficiente como para poder sentarse. Quizás lo metí en el lavavajillas. El chirrido de la patas contra el suelo terminó de romper su ensimismamiento. Tenía largas las uñas de los pies; ahora que el esmalte estaba descascarillado las uñas empezaban a ser visibles. Se agachó para quitarse los restos de pintura de uno de sus dedos gordos y junto al talón vio un trozo de cristal. Sería de la jarra que se rompió durante la última paliza de Julio. Se la había regalado su madre cuando se fueron a vivir juntos. Tenía un baño dorado y estaba labrada, pero aquel cristal era liso y transparente, de un vaso común. El escalofrío fue intenso. Una corriente de aire frío acababa de surcar la base de su cuello. Volviéndose aterrada se sorprendió de no hallar a nadie a sus espaldas.
Oscuridad y un chispazo. Habían bajado los plomos. Con la respiración agitada buscó a tientas la silla para incorporarse. Su mano asió el respaldo como un ahogado agarra la mano que ha de salvarle. Plomos subidos. Luz. Sentía los ojos desencajados, esforzándose en cada recoveco. El recibidor estaba en sombra. De nuevo permaneció alerta. Eso es el segundero. Eso el reloj del horno. Eso el zumbido del alógeno. Eso el jadeo de…
Entonces observó su propio rostro desencajado, reflejado en el cristal del armario de los platos. Aquella silueta devuelta a la luz se hallaba tras de sí. Ni siquiera pudo gritar. Con el vaso roto rebanaba su garganta. Julio.