Había cambiado de la noche a la mañana, Seth había dejado de ser un marido con principios a convertirse en un ser vil y sin alma. Claudine lo había achacado durante meses a las circunstancias de su propia personalidad. Se imaginó los cerebros de los clientes chorreando, con los conductos nerviosos deshechos, fundiéndose con los sesos, mientras la muerte esperaba en el porche del restaurante, sacando brillo a la guadaña. Sin embargo, pensaba Claudine ahora, podía ser su enfermedad lo que le había transformado, y eso la estaba matando.
Seth lanzó un dedo al puchero donde burbujeaba la sopa y se obligó a sonreír antes de volver al comedor. El único cliente le aguardaba con la carta del menú bocabajo. Al apagar el neón anunciador del exterior en el cuadro de luces, el aparcamiento se introdujo en la noche. Haciendo alarde de un sosegado porte, caminó hacia el tipo con la libreta en una mano y el lápiz bien afilado en la otra.
Le tomó nota y le tanteó.
—¿Dormirá aquí?
—Es posible, no hay tráfico y estreno un catre comodísimo.
—Por la noche la interestatal se lleva todo el trasiego. Al mediodía no paramos, tengo… tenemos dos chicas.
Miraron a Claudine, postrada en su silla de ruedas y absorta en la oscuridad que habitaba más allá de la ventana. Una minucia, pensaba ella, comparada con la que habitaba allí mismo.
—¿Qué le pasa? —preguntó el camionero.
—Se cansa enseguida, nos recomendaron este clima; mejoró, pero ahora va a peor.
Con un tenue gesto alzando la libreta, Seth le indicó que en breve volvería con su cena.
«Perfecto, casi todo magro», no había alcanzado la cocina y su cerebro ya maquinaba.
Al poco, regresó con la sopa, se la sirvió y miró cómo enterraba la cuchara entre el líquido y los tropezones.
—¿Su esposa está bien?, me ha insistido en que me marche —dijo el camionero investigando el plato.
—No es nada, le gusta acostarse pronto.
Cuando por fin el cliente se percató de que la sopa incluía un pulgar, Seth extrajo el lapicero del bolsillo del delantal y se lo introdujo de un fuerte golpe en el oído.
Como un salivazo directo al pecho, así recibió Seth la salpicadura roja. Se apartó hacia atrás según el camionero se derrumbaba sobre el plato. El reguero de sangre fluía a chorro del oído, desde la mesa hasta el suelo, produciendo un chapoteo. La reacción de Seth fue inmediata, corrió hasta la puerta, la cerró y bajó la persiana. Después hizo lo mismo con las ventanas, entretanto reprendió a Claudine.
—Ah, claro, a él sí que le hablas. Recuerda que hay que estar en este secarral hasta que te cures. No me esperes despierta, tengo que alejar el camión.
La silla de ruedas se deslizó hacia una puerta. El zumbido del motor eléctrico se debilitaba por momentos, y las lágrimas se agolparon en los ojos de Claudine, instante en el que el piloto de la batería pasó del verde al rojo.