Ella caminaba distraída, esquivando las líneas del suelo mientras tarareaba una canción que aprendió en clases. Un hombre le veía y seguía hacía rato.
Los ojos de aquel extraño se posaron en la niña y le persiguieron, sigilosos, en su andar. Envalentonado y decidido, apresuró los pasos para acercarse a la pequeña desde atrás hasta alcanzarle y tocar su cabello.
¡Hey! Niña. –Espetó, con tono rudo, a la chica.
Se giró algo sorprendida, encontrándose ante un individuo realmente extraño, de piel arrugada y envejecida. Ella calló mientras él le recorrió entera con su mirada depravada.
¿Cómo te llamas, nena? –Preguntó, con suavidad.
No puedo hablar con desconocidos. –Excusó la niña.
Él miró en todas las direcciones, llevó una mano a uno de sus bolsillos y extrajo algo de allí.
¿Te gustan los caramelos de fresa? –Le interrogó.
¡Me gustan los caramelos! –exclamó, admirando los dulces en la mano del desconocido.
¿Cuál es tu nombre? Puedo darte caramelos. –Intentó disuadirle, mientras su mirada nerviosa iba de Norte a Sur, y de Este a Oeste.
Me llamo Sam. ¿Me dará caramelos, señor? –Colaboró, luego dudó.
Sí, sí, sí. Pero, eh, debes acompañarme… ¡Tengo muchos en casa! –Respondió el hombre, titubeante.
¡Señor! Puede acompañarme a casa, vivo aquí mismo. ¡Papá llegará tarde! –Le dijo, mientras señalaba una pequeña casa a pocos metros.
Él, sorprendido ante aquella inesperada reacción, accedió. Los más sucios deseos empezaron a crecer dentro de su enferma mente, mientras fantaseaba pecar con la inocente carne de la niña que ahora le guiaba entre pasos cortos hasta su hogar. Llegaron hasta la puerta, y ella, sonriente y segura, le pidió esperar un momento mientras entraba.
¡Adelante! –Le gritó desde dentro.
Un par de pasos y ya estaba en aquel oscuro lugar, un ambiente tosco e incómodo, oscuro y aislado. La niña le daba la espalda, estaba de pie frente a un grotesco cuadro cubierto de polvo y telarañas, él se entregó a sus deseos oscuros y se preparó para abalanzarse sobre la chica.
No. –negó, corta, y seca.
Se giró un instante previo a la embestida del hombre, y clavó unas oxidadas tijeras en el miembro del desconocido. Ante su atónita mirada, ella rió al mismo tiempo que parecía extasiada admirando el profundo corte y retiraba las tijeras de su carne.
¡La sangre es roja como mis caramelos favoritos! –Soltó, mientras el piso empezaba a teñirse de vino tinto.
El hombre cayó al suelo sollozando por el dolor, se arrastró desesperado intentando alcanzar la salida, pero Sam le atrapó y clavó nuevamente las tijeras en su espalda, repetidamente, hasta que la sangre inundó la alfombra, y sus quejidos se ahogaron dando paso al ruido de la muerte, el silencio. La chica se levantó sonriente, y se giró, una mujer, cigarro en mano y rostro desfigurado, le admiraba.
¿Lo hice bien, mami? –Preguntó.
El infierno está lleno, debemos hacerles pagar aquí en la tierra, pequeña. –Respondió.